César, el cesarismo y los inicios de la comunicación política, por Mariano Nava Contreras

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La noche del 11 al 12 de enero del año 49 a.C., no sin antes haber intentado manipular la opinión pública, presionado una y otra vez al Senado y preparado cuidadosamente el golpe de Estado que se disponía a perpetrar, Cayo Julio César, procónsul de las Galias y comandante del mayor ejército del imperio, atraviesa al frente de la legión decimotercera el río Rubicón, que separa las provincias de Italia y la Galia Cisalpina, iniciando así la guerra civil más larga, cruel y sanguinaria de la historia de Roma. El río, pequeño y fácilmente vadeable, marcaba el límite de su poder como gobernador de las Galias. Atravesarlo con un ejército en armas era demasiado fácil, pero estaba prohibido por las leyes senatoriales y constituía claramente un casus belli.

La sucesión de las causas y consecuencias, el curso de los hechos y episodios que entonces se precipitan tal vez constituyen el acontecimiento mejor documentado de la historia antigua, lo que da una idea de su magnitud y trascendencia: nada menos que el fin de la república. Cicerón, Salustio, Cayo Asinio Polión y el mismo César fueron testigos o protagonistas. Más tarde también se ocuparon Plutarco, Apiano y Dión Casio.

La historia se remonta al año 60, cuando tres de los hombres más influyentes de Roma, Gneo Pompeyo, Cayo Julio César y Licinio Craso, acuerdan apoyarse mutuamente para intervenir en la política romana. Tres son, muy diferentes, los intereses que les unen: Pompeyo desea resarcirse de la afrenta que el senado le ha infligido al no rendirle honores que le corresponden por haber vencido a Mitrídates, rey del Ponto. Craso, hombre el más rico de Roma, anhela peso y posición acorde con sus caudales. César, el de menor auctoritas, requiere de apoyos para su ascendente carrera. Es obvio que tan dispar sociedad no podía mantenerse.

Tras la muerte de Craso en Carras, luchando contra los partos en el año 53, la alianza entre César y Pompeyo se va debilitando hasta romperse definitivamente. Plutarco, en su Vida de César (28), nos cuenta cómo Pompeyo se acerca de nuevo al senado a fin de aislar a César, quien ha ganado el consulado en el 59 y ahora se encuentra haciendo la guerra contra los galos. Como contrapeso, Pompeyo recibe el mando militar de Hispania, pero a pesar de la tradición se mantiene en las cercanías de Roma para no alejarse demasiado del centro del poder.

César se encuentra en posición comprometida: si no consigue reconciliarse con Pompeyo corre riesgo su plan de asegurarse la elección de un segundo consulado, lo que pondría en peligro su carrera política. A esto se añade el resquemor de los optimates, facción senatorial encabezada por Marco Porcio Catón, ante el creciente apoyo que encuentra el caudillo entre la plebe, así como el innegable prestigio militar de que goza. César sopesa la situación y despliega entonces una frenética actividad en dos vertientes: por un lado incrementa su tropa, haciendo frecuentes campañas de reclutamiento aún después de haber vencido a Vercingetórix, según cuenta en la Guerra de las Galias (7); por el otro, intensifica sus intentos de llegar a un acuerdo con Pompeyo, mientras va preparando a la opinión pública para lo inevitable. Todos saben que no vacilará en el uso de la fuerza hasta reivindicar su escamoteada dignitas. Cuando estallen las hostilidades, quiere tener al populus consigo, y por qué no, también al senado, o al menos en parte. Para ello cuenta con un arma formidable de la que carecen sus enemigos y de la que se sabrá servir sin escrúpulo alguno: una estupenda pluma (bueno, un cálamo, para ser exactos).

Julio César
Julio César

La historia como propaganda política

Sus Acerca de la guerra de las Galias y los Comentarios sobre la guerra civil no son, pues, estudios históricos, y sí estupendas armas de propaganda política. Los filólogos empero coinciden en que se trata de una muestra de la mejor prosa jamás escrita en Roma, quizás solo comparable a la de Cicerón y Tito Livio, un clásico de la literatura latina. Allí expone con estilo austero y preciso sus argumentos y razones, y también su programa de gobierno. Y allí está, sobre todo, la construcción de una imagen política –signada, principalmente, por la moderación, la benevolencia y clemencia-, tras la que se esconde una ambición desmesurada y una irreprimible voluntad de poder. Junto con Pedro Barceló y David Hernández de la Fuente (Breve historia política del mundo clásico, Madrid, 2017), pensamos que términos como lenitas (suavidad), liberalitas (liberalidad) y misericordia tenían que haber sonado como música a los oídos de unos romanos agobiados por tantos atropellos, injusticias y devastaciones producto de la guerra que el mismo caudillo promueve y dirige.

Los temas del discurso de César son simples y sofisticados a la vez. Con el tiempo se convertirán en una retórica articulada en torno a la doble moral sobre la que se levanta todo régimen autocrático y autoritario: César (quien en todo momento se expresa en tercera persona, para dejar impresión de objetividad e imparcialidad) no considera a Pompeyo como su enemigo. Éste ha sido engañado por un pequeño grupo (factio paucorum) constituido por los verdaderos enemigos de ambos a la vez que del pueblo, a quienes alude constantemente sin nombrarlos. Pompeyo debe recapacitar y corregir su grave error, y para ello estará siempre tendida su mano benevolente, por el bien del populus y de la república que él mismo está en trance de liquidar. Leamos sus propias palabras:

“El propio Pompeyo, incitado por los enemigos de César y porque no quería que nadie le igualara en dignidades, se había apartado totalmente de su amistad y se había reconciliado con los enemigos comunes” (Com. IV 4).

César, desde luego, busca una y otra vez, infructuosamente, el acercamiento a Pompeyo:

“César le envía [un emisario] de nuevo a Pompeyo con la misión de decirle que como hasta aquél momento no había habido posibilidad de entrevistarse y él mismo tenía el propósito de ir a Brindis, era de interés para la república y para la paz general que él conferenciara con Pompeyo” (Bell. civ. XXIV 5).

Sin embargo, llega un momento en que, muy a su pesar, desiste:

“Así pues, habiendo intentado en vano tantas veces la misma cosa, César decide abandonarla de una vez y hacer la guerra” (Bell. civ. XXVI 5).

Eso sí, sus razones son más que justas:

“…César interrumpe su discurso diciendo que él no había salido de su provincia para hacer daño a nadie, sino para defenderse de las afrentas de sus enemigos, para restituir en su dignidad a los tribunos de la plebe expulsados de Roma por esta disputa y para devolver la libertad a sí mismo y al pueblo romano, oprimido por un grupo” (Bell. civ. XXII 5).

Mientras esto escribe, el caudillo lleva una guerra sanguinaria, asolando campos y tomando ciudades, en imparable marcha hacia Roma, donde terminará por ser nombrado dictador, poniendo al senado de rodillas. Por primera vez, César crea un eficaz instrumento de propaganda política, un instrumento literario al servicio de una ideología y, especialmente, de sus aspiraciones de poder.

El poder de las epístolas

No son solo sus “recuentos históricos”. César también despliega su labor propagandística a través de intencionadas cartas en las que da a conocer su política de moderación y clemencia hacia sus enemigos. Así en un texto conservado en el libro IX de las Cartas de Cicerón a Ático. La carta, escrita por César, debe ser fechada a comienzos de marzo del 49, a pocas semanas de haber comenzado la guerra, y está dirigida a dos de sus estrechos colaboradores: Opio y Cornelio Balbo. Allí declara “que no va a imitar” a Lucio Sila, el sangriento dictador cuya memoria aún detesta Roma. Y continúa:

“Sea este el nuevo procedimiento de vencer: revestirnos de condescendencia y generosidad. Sobre cómo puede ello conseguirse me vienen a la mente algunas cosas y pueden encontrarse muchas. Les ruego que se pongan a reflexionar sobre estas cuestiones […] He apresado a Numerio Magio, prefecto de Pompeyo. Como es de suponer, he seguido mi norma y al punto lo dejé marchar. Ya han caído en mi poder dos comandantes de ingenieros pompeyanos y los he dejado marchar. Si quieren mostrar su agradecimiento deberán aconsejar a Pompeyo que prefieran mi amistad a la de aquellos que siempre fueron los peores enemigos tanto de él como míos, con cuyas artimañas se ha conseguido que la república desemboque en la situación actual” (Att. IX 8).

Es claro que la carta ha sido calculada para que sea leída por muchos más que sus dos destinatarios. De hecho, ha caído en manos de Cicerón, nada menos. La alusión al dictador Sila, a quien César asegura que no desea imitar, no es gratuita y pretende alejar los temores de que busca lo que finalmente terminó por hacer: implantar la dictadura y acabar con la república. Por demás, la narración en la que generosamente otorga la libertad a los oficiales pompeyanos constituye un claro mensaje a los que aún apoyan a Pompeyo, pero también un plan de gobierno capaz de ilusionar a los romanos después de tantos años de disensión.

Las entusiastas reacciones a este texto no se hacen esperar. El mismo Cicerón, valedor de las facciones más conservadoras del senado, no tarda en comentar las adhesiones que recibe César en los municipios itálicos:

“Pero ¿ves en manos de qué hombre ha caído la república?, ¿cuán listo, cuán vigilante, cuán preparado? Si, por Hércules, no mata a ninguno y nadie le quita nada, será el más querido por lo que más le temían” (Att. VIII 13).

Y en otro lugar:

“¿Has visto alguna vez un individuo más inepto que tu querido Gneo Pompeyo que ha desencadenado tan graves desórdenes para quedarse luego en nada? Y por el contrario, ¿has oído o leído de alguien más enérgico en la acción y más moderado en la victoria que nuestro querido César?” (Ad fam. VIII 15).

Sin duda el plan estaba funcionando.

* * *

Las entusiastas reacciones de alguien que, como Cicerón, no podría ser tenido por políticamente ingenuo, muestran cuán inédita y sofisticada resultaba la estrategia propagandística de César. Cicerón, claro, no fue el único. La planificada escenificación del caudillo, destinada a construirse una imagen de hombre clemente y moderado tiene como fin la captación de adeptos, la confianza de los escépticos y el consecuente debilitamiento de los apoyos de Pompeyo. Al poner en valor su carácter magnánimo y generoso, César consigue que se soslayen, si no se olvidan, los estragos de la guerra que él mismo ha provocado, la ilegalidad con que irrumpe en pos del poder en Roma, buscando ocultar tras una imagen de benefactor su irreprimible ambición. Al aludir al perdón que generosamente ofrece a sus enemigos, antepone su poder personal al de un orden legal y las normas de un estado de derecho. Se trata de una nueva forma de entender el poder no conocida antes en Roma: el personalismo. Un vicio político al que la república temió durante siglos y por el que terminó por sucumbir: el autoritarismo.

Es claro que a través de sus “recuentos históricos” y, en menor medida, de sus cartas, César busca legitimar una acción política y militar. A la vez difunde una nueva ideología, ganando adeptos y construyendo la imagen de un líder paternal y generoso, el pater patriae en torno al cual se erige el edificio de un poder omnímodo y necesario. Tras esa imagen magnánima y tolerante, esa clementia Caesaris, se trasluce un poder que se reserva el derecho de intervenir manu militari cuando considere en riesgo la salud del pueblo, confundida, claro, con la suya propia. Asistimos al nacimiento de una nueva ideología del poder personal, que no es otra que la ilegitimidad disfrazada de tolerancia. “Palo y zanahoria”, dijo Bentham en el siglo XIX.

 

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