Para que las cosas mejoren se necesita que uno crea que pueden mejorar. Por ello el líder de un país está obligado, incluso en medio de la tragedia, a sostener ante sus ciudadanos la posibilidad de un futuro prometedor o, si se quiere, un futuro, a secas. Percepción es realidad, como bien sabemos. En esa tarea de levantar los ánimos de los suyos, los mandatarios del mundo no han escatimado frases para convertir vasos medio llenos en verdaderas piscinas. Desde Donald Trump anunciando cada dos días el remedio que por fin sacará a sus electores de la pandemia (y en efecto a algunos los ha sacado por la vía rápida de una intoxicación fulminante), hasta Macron asegurando que la crisis unirá y fortalecerá a los franceses, pasando por Putin convenciendo a sus paisanos de que la covid-19, como antes Napoleón y Hitler, se estrellaría con el invierno ruso, o Bolsonaro confiado en la inmunidad brasileña gracias a una temperatura de 40 grados.
Y sin embargo tampoco habría que cargar las tintas contra la tendencia de los mandatarios en pintar las cosas mejor de lo que son. Tienen motivos para hacerlo. Por un lado, personales: “lo estoy haciendo bien”. Por otro lado, obedece a sus deberes como jefes de una facción política, sea para mejorar sus posibilidades electorales o simplemente para sostener los niveles de aprobación que requiere la gobernanza. Pero también por razones absolutamente válidas: construir una narrativa favorable a la reactivación es parte de su responsabilidad.
Algunos hacen esta tarea mintiendo de manera cínica y calculada, y aquí me atrevería a citar a Putin; otros, como López Obrado, porque sinceramente están convencidos de las bondades de sus acciones; alguno, como Trump, por razones que habría que encontrar en el psicoanálisis.
Ciertamente nuestro presidente no se ha quedado atrás en el medallero mundial del optimismo. “Vamos muy bien” dice a diestra y siniestra y siempre tiene otros datos cuando los que se ofrecen resultan descarnados. No importa como pinte el día, invariablemente se impone su indeclinable confianza en el pueblo mexicano y la inminencia de un futuro mejor. Puede uno coincidir o no con la ideología del presidente, pero nadie puede echarle en cara abulia, falta de energía o de entrega absoluta a lo que considera sus responsabilidades.
Desde luego, gobernar no solo es un tema de voluntad política y sacrificio personal. El mejor líder es el que puede pasar del color rosa de las presentaciones al público a la paleta completa de colores, incluyendo los grises, a la hora de tomar decisiones de Estado. El mejor entrenador no es aquel que puede inspirar emotivamente a sus jugadores a vencer a un equipo más poderoso, sino el que puede hacerlo dotándolos, además, de un inteligente plan de juego.
Podría decirse que respecto a las crisis y las tragedias convendría que en relación con el gabinete los mandatarios fueran pesimistas exigentes, de vaso medio vacío; y de cara a la opinión pública fueran optimistas animadores, de vaso medio lleno.
En la crítica al presidente hemos perdido mucho tiempo, tinta y tuits cuestionando sus actividades como promotor de su propio Gobierno y del estado de ánimo de los mexicanos. Lo que dijo y desdijo en sus varias horas de comparecencia diaria es interesante, pero mucho de ello va dedicado a la narrativa. El plan de juego puede advertirse allí, pero no siempre de manera nítida o fidedigna. Lo que verdaderamente importa es la estrategia de fondo: el combate a la corrupción, el fin del boato y el dispendio, la inseguridad pública, la transferencia social a los más pobres, la estabilidad social y económica. Un terreno en el que lleva aciertos y desaciertos, pero es contra esa agenda contra la que habría que hacer los balances y la crítica decisiva.
Con todo, en su tarea de animador del respetable habría que pedirle al presidente que no abuse: la pandemia no está domada, las crisis ayudan a desenmascarar realidades pero no nos vienen como anillo al dedo, el bienestar es clave pero el crecimiento también, mirar a los pobres es prioritario pero eso no exige desairar a las clases medias y altas, la vuelta a la normalidad es urgente pero hacer giras no lo es. La esperanza y el optimismo en el líder de un país es una virtud, siempre y cuando eso no le impida ver la arraigada costumbre que tiene la vida para fungir de aguafiestas y reivindicar el pesimismo.
Crítica de Krauze
Mi anterior artículo en este espacio fue objeto de una crítica de León Krauze en un texto titulado: “Los dos Zepeda Patterson”, publicado en El Universal. Afirma Krauze, remontándose a una columna de 2016, que antes yo sostenía la necesidad de la crítica al poder presidencial y ahora no solo no la ejerzo sino tacho de golpistas a quienes lo hacen. Una apreciación injusta considerando que no hacía falta acudir a un texto de hace cuatro años cuando hace siete días, por ejemplo, publiqué el texto “¿López Obrador en el punto de no retorno?”. En él hablo del pedestal en el que se ha subido el presidente y cuestiono la soberbia pleitista que le lleva a abrir frentes innecesarios. Y por lo demás, en el texto de la semana pasada nunca usé la palabra golpista o golpe de estado, mucho menos en referencia a quienes lo critican. Lo que sí escribí, pensando en las manifestaciones del pasado fin de semana, es lo siguiente: “Los actores políticos y empresariales afectados por las políticas de la 4T nos quieren convencer de que el problema reside en el presidente. Y ciertamente la belicosidad del mandatario, sus excentricidades y limitaciones ofrecen harto material para alimentar esta idea. Pero haríamos mal en tomar al pie de la letra nuestros propios chistes. La verdadera amenaza para México es que se frustre el proyecto de cambio, los agraviados pierdan toda esperanza y se abra un abismo de alcances insospechados. ¿Quieres la destrucción de AMLO? Ten cuidado con lo que deseas”.