Vivo en una urbanización al este de Caracas. Muy cerca quedan dos estaciones de gasolina. En una, la más próxima, se supone que venden la gasolina subsidiada; la que cuesta cinco mil bolívares el litro. En la más remota, se dice que venden el combustible a precios internacionales: medio dólar. En ambas, las colas de automóviles que se forman para surtir los carros con combustible, serpentean las calles hasta formar un collar metálico alrededor de las construcciones del vecindario.
Frente al edificio donde resido las líneas de automóviles comienzan a aparecer desde las primeras horas de la madrugada. Cuando me asomo a la ventana de mi apartamento, a las seis, ya decenas de vehículos han invadido la calzada. Los conductores llegan con la esperanza de que en algún momento del día aparezca la gandola que abastecerá el tanque de la estación. Los chóferes pasan interminables horas esperando que les corresponda su turno. Muchos de ellos, luego de estar todo el día al frente del volante o conversando con las otras víctimas del atropello, se retiran sin surtir el vehículo. La misma estampa recorre la nación. ¿Cuánto tiempo invirtieron? ¿Cuál es el costo real medido en horas de trabajo perdidas? ¿Cuáles otras actividades tuvieron que dejar de cumplir? Nadie lo sabe. Al gobierno no le importa. En la Venezuela de Nicolás Maduro, el tiempo de los ciudadanos no vale nada.
Lo que sucede con la gasolina repite lo que antes ocurría con los productos subsidiados. La estación de servicio más cercana a mi casa queda al lado de una cadena de supermercados muy conocida. Excélsior Gama, para más señas. En la época en la que el gobierno inventó vender varios productos de la canasta básica a precios subsidiados, por el terminal de la cédula de identidad, el uso de las máquinas biométricas y toda la demás parafernalia utilizada con el fin de ocultar su infinita incompetencia, las personas más necesitadas comenzaban a alinearse en las proximidades del supermercado desde la noche del día anterior. Yo veía desde la ventana de mi casa cómo ancianos, mujeres embarazadas y niños dormían en la acera. Al final de la larga espera, podían salir del local con un par de paquetes de Harina Pan, un aceite comestible, dos latas de atún y algunos otros productos, que servían de recompensa a la paciencia y sacrificio de esa gente humilde, obligada a sufrir lo indecible por la ineptitud de los gobernantes.
Las colas para obtener la gasolina iraní recrean las hileras de mujeres y hombres buscando bienes subsidiados. Esas imágenes se hicieron famosas en todo el mundo. Mostraron el verdadero rostro del socialismo del siglo XXI: los efectos de las expropiaciones, las confiscaciones, los controles desmedidos y perennes, el cerco a la propiedad privada. Nadie podía explicar cómo un país supuestamente tan rico como el nuestro daba ese espectáculo tan deplorable. Ahora la historia se repite. Cuesta entender por qué el país con una de las mayores reservas probadas de hidrocarburos más grandes del mundo y, también, con algunas de las refinerías más importantes del planeta, no produce petróleo, ni refina gasolina, luego de que hace menos de una década el país abastecía con comodidad el mercado interno y la nación vivía de los ingresos proporcionados por el petróleo. El régimen de Maduro logró el prodigio de destruir una industria que parecía blindada, incluso frente a la estulticia de la casta gobernante. Falsa creencia. Esos personajes son capaces de romper cualquier récord, por inalcanzable que parezca.
En un país donde el salario mínimo bordea los cinco dólares mensuales y el salario promedio se sitúa alrededor de treinta dólares por mes, aumentar la gasolina de forma abrupta, sin ninguna escala gradual, para llevarla a precios internacionales, constituye una obscenidad. El leñazo que les dieron a los venezolanos fue en el espinazo. El impacto sobre los precios de la mayoría de los productos agrícolas, industriales y agroindustriales, será salvaje.
El drama de la gasolina es un componente que se agrega a la perpetua caída de la calidad de vida. La cotidianidad se ha convertido en miserable porque, además de la escasez y el costo del combustible, falta agua, electricidad, gas doméstico y transporte público. Este sirve más para movilizar ganado que para trasladar seres humanos.
La ranchificación del país pareciera no ser casual, ni obra de la conocida ineptitud de la claque gobernante. Da la impresión de que quieren mantener a la gente ocupada en la sobrevivencia. En resolver los graves problemas del día a día. Se proponen que la masa tenga que ocuparse de buscar agua, y pagarla bien cara; compre velas para no moverse en la oscuridad; escudriñe para ver dónde consigue algo de efectivo; y se desplace en carretas movidas por bestias de carga, como en el Lejano Oeste.
Bajo la conducción de los socialistas del siglo XXI, Venezuela dejó de ser la gran promesa que durante mucho tiempo fue. Se convirtió en un país destartalado. En ruinas. Martirizado.
@trinomarquezc