Sufrimos el peor gobierno. Destructor del país, corrosivo para la democracia y mortífero para la gente. Su aglomerado de crisis, esclaviza al pueblo al mal vivir y lo cerca con una crisis humanitaria manejada como mecanismo de control y dependencia de la población a la autocracia.
El altísimo rechazo al gobierno, reacción instintiva hasta de los seguidores del oficialismo, no ha podido tomar cauces institucionales. Para la mayoría opositora, según la representación que tienen en la AN presidida por Guaidó, no hay opción electoral sobre la mesa. La descarta por cuatro supuestos débiles: que la autocracia accederá a liberalizaciones sólo por presión; porque no concederá condiciones que impliquen la renuncia del régimen a mantenerse; confiar en una pequeña vanguardia esclarecida que sustituya la participación popular y creer que la transición es innecesaria.
Sectores que admiten de palabra las elecciones y las bloquean de hecho, juegan a derrocar a los gobernantes a punta de balas. Propuesta infantil cuando se carece de capacidad bélica. Esa visión entrega el partido a una coalición de gobiernos extranjeros y al hacerlo cede soberanía en las decisiones. Unifica al adversario y planta una amenaza que obstaculiza a la FANB inclinarse al cambio constitucional.
El gobierno Trump alienta esta política y le recaba factibilidad. Repite el esquema que fracasó con Cuba. Y desdeña el castigo indirecto de algunas sanciones contra la población en forma de hambre, interrupción de servicios de luz y agua; falta de plata, de gasolina o flujo de ayuda humanitaria.
EEUU sabe que una acción militar que deponga a Maduro, producirá una resistencia armada que minaría de inestabilidad el camino de la reconstrucción. El uso de la violencia también podría desembocar en más dictadura y desatar una anarquía desintegradora.
El régimen, aunque su fortaleza es relativa, no está cayéndose. Puede mantener el empate reduciendo el consumo, aumentando la dependencia a sus programas sociales y acentuando la represión quirúrgica sobre la oposición y las protestas. Su intención no es abandonar el poder sino tener una zona de alivio y reequilibrar desacuerdos en la cúpula, fisuras en el cuerpo dirigente y desajuste de intereses con los militares como institución.
El régimen negocia para quedarse. Tolerará elecciones semidemocráticas porque no tiene fuerza para eliminarlas, necesita por necesidad de sustituir sanciones por democratización o por calcular que con su ventajismo, la dispersión de la oposición sometida a represión y la abstención puede ganarlas. Para la oposición generar contrahegemonía pasa por votar.
El cambio menos costoso y más perdurable requiere acuerdos entre los dos proyectos en pugna: el revolucionario y el reformador. Un gobierno de integración que combine la composición del actual y los resultados de la próxima elección parlamentaria. Su eje deben ser los partidos. Pero su motor debe contar con la participación autónoma de actores como las iglesias, el empresariado no rentista, las fuerzas del conocimiento y una FANB reinstitucionalizada.
Avanzar hacia esa nueva realidad supone lograr la mayor unidad posible del arco opositor, contradictorio y polémico, que va desde el G4 a la MDN, desde María Corina a Parra. La línea de exclusión puede ser la conducta extremista llena de descalificaciones, agresividad y exagerada polarización. La pugna sórdida por la dirección de la oposición no debe debilitar el empeño por resolver, entre todos los venezolanos, plural y democráticamente un conflicto de poder que nos expulsa del siglo XXI.