Juan Arias: Brasil sin Lula y sin Moro

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Quien en un futuro escriba la historia actual de Brasil, tan convulsionada políticamente y con las incógnitas que esconde este importante país de América Latina, tendrá que recordar a dos personajes cuya fama ultrapasó sus fronteras. Si un día el significado de Brasil en el mundo fueron Pelé y Garrincha, la samba y la bossa nova, de esta época serán recordados dos nombres ligados estrechamente a la historia del país: el expresidente Lula da Silva –el primer metalúrgico que llegó al más alto mando de la república– y el mítico exjuez de la Operación Lava Jato, Sergio Moro, que condenó por corrupción a la flor y nata de la vida política y empresarial del país, y desangró al Partido de los Trabajadores, corazón de la izquierda moderada de Brasil.

Hoy, el destino ha querido que estos dos grandes personajes, que acapararon la atención de los brasileños durante lo que llevamos de siglo, hayan salido de escena. Sin ellos, la izquierda ha dejado de tener peso político en el país y ambos empiezan a caer en el olvido. Lula, tras su experiencia en la cárcel, hoy libre y quizá mañana absuelto de los crímenes que se le imputaron, ya no será el mismo que organizaba grandes huelgas de trabajadores o visitaba a la Reina de Inglaterra en el Palacio Real.

Moro, que llegó a ser el juez más famoso del mundo y Lula, el presidente más carismático, son las estrellas brasileñas que más brillaron en la historia reciente, tanto dentro como fuera del país. De repente, ambos han empezado a pasar al olvido. Lula porque siempre quedará para muchos la idea de que el gran líder acabó corrompiéndose a sí mismo y corrompiendo al Congreso para asegurarse el poder. Y Moro, porque su advenimiento como el ministro de Justicia del Gobierno nazifascista de Jair Bolsonaro le quemó las alas y dejó desnuda su sed de poder político, corroborada por su ruidosa salida del cargo cuando vio que Bolsonaro era quien mandaba.

Hoy no se trata de buscar culpables –y tampoco es esa la potestad de este columnista–, sino de constatar que un Brasil sin Lula ni Moro y con la Lava Jato siendo desarticulada ya no es tan glorioso y luminoso como ayer. El país ha perdido peso y prestigio internacional al mismo tiempo que se desarticuló la convivencia pacífica, con sus inevitables secuelas económicas y sociales.

No existe ya el Brasil de Lula ni volverá a existir, ni siquiera si fuera absuelto de las acusaciones que le llevaron a la cárcel y que aún podrían devolverle a detrás de las rejas, pues varios de sus procesos siguen aún su curso. Ni existe, según los expertos en política, el Brasil de Moro, el nuevo Savonarola que parecía haber llegado para redimir a Brasil de sus políticos corruptos. Aquel Moro, tentado seguramente por el demonio de la ambición política, ha empezado a apagarse y a bajar en consenso tras haber dado la patada para salir disparado del Gobierno.

Y si es cierto que el Brasil de Lula y de Moro dentro de poco será olvidado, también lo es el hecho de que estamos ante un nuevo Brasil más lúgubre, con tintes fuertes de fascismo, imprevisible en su economía y con grandes interrogantes sobre su futuro político. La clase política brasileña ha quedado desmoronada, desprestigiada y perdida, sin encontrar un líder moderado capaz de reunificar a las fuerzas más sanas para reemprender un camino de democratización después del huracán autoritario en el que lo está sumiendo el presidente Bolsonaro, que camina sin norte, si es que siquiera sabe por donde camina.

Basta el último botón de muestra para descubrir la absurdidad de este Gobierno. Un presidente que confiesa en público que la enseñanza en Brasil “es horrible”, olvidándose que en menos de dos años de mandato ya han desfilado tres ministros de Educación, cuya incompetencia ha sido tal que él mismo se vio obligado a echarles. Uno cometía faltas de gramática en sus escritos en las redes sociales. Otro fue acusado de querer cambiar en los libros de historia la experiencia de la dictadura y dijo que los brasileños se comportaban como caníbales en el exterior robando objetos en los hoteles. Un tercero había anunciado con soltura que los 11 magistrados del Supremo deberían “ser fusilados”, y se divertía burlándose de cómo los chinos pronunciaban el portugués, revelando una gran insensibilidad en materia de política exterior. El tercero ni siquiera tomó posesión al haberse descubierto que había falseado su currículo, inventándose un doctorado y posdoctorado que nunca habían existido. Ahora estamos a la espera de uno nuevo. ¿Será horrible la enseñanza o lo han sido los ministros escogidos por el presidente?

No menos espantosa fue la experiencia con el ministerio de Cultura, un tema de tanta importancia en Brasil. Bolsonaro rebajó el ministerio a simple secretaría, y por su mando ya han pasado cinco personajes, uno más estrambótico que otro. Uno de ellos llegó a citar a Joseph Goebbels, ideólogo de la propaganda nazi.

La mejor fotografía de un Brasil actual, dominado por una ultraderecha inculta que ha acabado renegando de todas sus banderas electorales y que con la excusa de acabar con la izquierda ha terminado copiando sus peores vicios, está siendo la desastrosa gestión de la pandemia, una de las más virulentas del mundo. Y por si no fuera poco con los cambios en los ministerios mencionados, Sanidad ya tuvo tres ministros a cargo. El actual es un militar sin experiencia en la materia que ha retirado a los expertos para llenar el ministerio de uniformados.

El de Bolsonaro es un Gobierno que se ha unido en el Parlamento a la peor derecha, la más corrupta y rancia, usando los viejos pecados de la izquierda de Lula de “comprar” a los congresistas con cargos y prebendas. Por ello, las elecciones de 2022 ya están en la calle. Unos comicios a los que un Lula desgastado ya ha dicho que ni aun pudiendo (que por ahora no podría) desea presentarse, y para los que Bolsonaro está vendiendo su alma para poder reelegirse. Mientras tanto, Moro lucha por entrar en la liza. Estas elecciones serán definitivas para saber qué camino tomará el gigante americano y cual podrá ser su futuro político.

Mientras tanto, Brasil se va desangrando. Pero como los brasileños no son fatalistas sino vitalistas que no renuncian a la vida y a sus pequeñas o grandes felicidades encontrarán una salida, quizás inesperada, a los atropellos democráticos y al oscurantismo cultural al que lo está arrastrando un gobierno militarizado, incapaz de gobernar, que sueña hasta despierto con las armas y que se alimenta de incompetencias, miedos, odios y amenazas de sables.

 

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