Hugo Chávez solía enumerar la cantidad de procesos electorales realizados como una prueba irrefutable de que Venezuela era el país “más democrático del mundo”. Nicolás Maduro prefiere no correr ningún tipo de riesgo. Para los comicios en los que se elegirá a la nueva Asamblea Nacional, que por ley deben efectuarse en diciembre de este año, ya ha diseñado un mecanismo perfecto: un fraude preventivo que le permite ganar las elecciones aun antes de realizarlas.
¿Qué pueden hacer la oposición nacional y los países que la apoyan ante este escenario?
En rigor, las elecciones parlamentarias de 2020 solo son otro trámite en la larga lucha del chavismo por conseguir una legitimidad internacional que destrabe las sanciones que han impuesto al régimen algunas naciones y que le permita mejorar su funcionamiento en el mundo. El gobierno necesita desmontar y poner bajo su control a esta última institución democrática que existe en Venezuela. Pero la democracia es peligrosa y Maduro y su gobierno no están dispuestos a volver a vivir una derrota sorpresiva como la de 2015, cuando la oposición ganó la mayoría del parlamento.
Lo que quieren o desean los venezolanos, las aspiraciones o preferencias del pueblo, están ahora relegadas a un segundo plano. En los últimos años, el régimen ha endurecido sus mecanismos de control sobre la población a través de la violencia, de la economía y de los medios de comunicación. Al gobierno no le interesa ni le importa lo que piensen u opinen los ciudadanos con respecto al país y al futuro.
Hay una expresión en Venezuela que describe con gran nitidez a la persona que miente impúdicamente: “cara de tabla”. El uso coloquial, por supuesto, elimina de la letra d en la preposición y deja fluir el conjunto como una sola pedrada caribeña: “cara é tabla”. Es un término que retrata a la perfección a quien intenta engañar a otros de la manera más absurda o grosera pero sin pestañear, sin que una mueca o un gesto lo delate. Cuando Nicolás Maduro invita a todos los venezolanos a votar, cuando asegura que “hay amplias garantías” y dice que las próximas elecciones serán “una fiesta democrática”, Nicolás Maduro solo está actuando como un cara é tabla.
El primer paso para el diseño de este nuevo escenario electoral se centró en la elección de las autoridades del Consejo Nacional Electoral. Aunque constitucionalmente es una tarea que le corresponde a la Asamblea Nacional, el chavismo acudió a un ardid legal poco sustentable para que el Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) bajo su control pudiera elegir a los nuevos rectores de la institución. Tanto los jueces como los nuevos rectores, así como quienes colaboraron activamente con esta maniobra, son fatalmente unos cara é tabla, dispuestos a ignorar impasiblemente que el árbitro lleva puesta la camiseta del equipo del gobierno.
Una vez garantizado el control del sistema electoral, el segundo paso fue la apropiación de los principales partidos de la oposición por parte del chavismo. Es la cúspide de un proceso que se inició con la llamada Operación Alacrán, un movimiento de compra de diputados de segunda línea de partidos opositores, quienes finalmente han reclamado ante el TSJ su derecho a ser las autoridades legítimas de dichos partidos. El TSJ por supuesto ha fallado a su favor. De esta manera, también, el gobierno ha ocupado los espacios naturales de la disidencia. Es una artimaña que, sobre todo, delata muy bien el miedo que le tiene “la Revolución” al voto popular.
Habría que sumar a este escenario el discurso pronunciado por el general Vladimir Padrino López, ministro de la Defensa, el 5 de julio, fecha en la que se cumplía el aniversario de la firma del acta de independencia en Venezuela. Nada de lo que ocurre en el país puede analizarse sin tomar en cuenta a los militares. Ellos son una fuerza protagónica, con iniciativa y peso político y económico en cualquier decisión. Padrino López, refiriéndose de manera ambigua y confusa a la oposición, fue sin embargo enfático al sentenciar: “Nunca podrán ejercer el poder político en Venezuela”. Es la confirmación de que, incluso en el imposible escenario de un triunfo electoral, la oposición se encontraría con un obstáculo enorme: el ejército le impediría ejercer la victoria.
Todo esto supone claramente que se ha cancelado cualquier posibilidad de diálogo y de negociación. El chavismo piensa que la mejor manera de salir de la crisis es profundizar la crisis. La apuesta por desgastar al adversario volvió a funcionar y ahora están en la fase del contraataque. Si la experiencia del parlamento opositor y del liderazgo de Juan Guaidó representó —en algún momento— el regreso de la alternancia política al país, hoy esa esperanza está liquidada. Es el clímax del cara é tablismo político. El talante democrático se mide, sobre todo, en las derrotas. El chavismo ya ha confirmado que no está dispuesto a permitir, ni siquiera, la hipótesis de una derrota.
Ángel Álvarez, politólogo venezolano residenciado en Canadá y una de las miradas más atentas y lúcidas sobre el proceso de nuestro país, ha analizado asertivamente el supuesto debate sobre la participación electoral: “En estos momentos es irrelevante que la oposición participe o se abstenga. Hagan lo que hagan, el resultado va a ser absolutamente el mismo. La oposición ha estado debatiéndose entre participar o abstenerse, por lo menos, desde el año 2005. Y cuando se abstiene, no pasa nada. Y cuando participa, tampoco pasa nada, entre otras cosas, porque la oposición carece del poder necesario para obligar al gobierno a hacer absolutamente nada”. Ahí respira el gran desafío y la gran pregunta: ¿acaso es posible obligar al chavismo a negociar y someterse a unas elecciones libres y transparentes? Hasta ahora, ni la oposición ni la presión internacional lo han conseguido. Ser cara é tabla ayuda. La falta de escrúpulos es una ventaja política.
Después del 6 de diciembre, con la garantía del fraude preventivo, habrá una nueva Asamblea Nacional en Venezuela. La estafa electoral no le dará legitimidad pero tampoco este hecho servirá para extender el plazo de mandato del parlamento anterior. Su período se vence en enero de 2021. Ninguno de los dos organismos será genuinamente legítimo y su vínculo institucional con los otros países será mucho más frágil. Los cara é tabla podrán seguir igual, pero la comunidad internacional necesitará redefinir sus estrategias y el liderazgo de la oposición estará obligado a reinventarse.