Pruebas, resultados, brotes, pico, el lenguaje de las noticias se volvió un círculo infinito de palabras llenas de importancia y muy peligrosas en sus manejos: pasamos de informar de las ciudades con mayor tasa de contagios y letalidad, a las que menos, a las historias de cadáveres sin honras fúnebres, a la ocupación de Unidades de Cuidados Intensivos, a problemas de insumos y a la ausencia de seguimientos epidemiológicos.
De cuando en vez aparece la voz de un héroe que se somete a una vacuna para salvar al mundo. Esos que nacen para pasar a la historia, uno que otro pronóstico de medicamentos que van sirviendo mientras otros discuten y nosotros amplificamos la locura de Donald Trump con la hidrocloroquina o de un alcalde local sobre la invermectina cuando ya los protocolos de los que se salvan están bastante más probados por fuera de la discusión ignorante de los políticos.
Analizamos el comportamiento social de quienes con el baile y el exceso de ron desafían la muerte, o del que compra al debe, para medio entretener los días de encierro cuando le toca quedarse en su casa si tiene la suerte de tenerla. Toda una información que empieza a resultar insuficiente para la comprensión de lo que estamos viviendo en el mundo. Repetimos los mismos casos de éxito en Alemania y Nueva Zelanda, hacemos los llamados a esa palabreja tan antipática que resulta reinventarse cuando no hemos terminado de comprender la existencia y su papel vital en la sociedad, en vez de dedicarnos a profundizar sobre lo que hacemos de manera más honesta como si fuera el último día para hacerlo.
Y en este momento, cuando tenemos más tiempo obligado para pensar, encuentro una oportunidad increíble para debatir temas de fondo. Y no temas nuevos, se trata de los mismos, pero de una manera distinta, en una especie de revisión sobre lo que no hemos preguntado o preguntamos por encima a unos y otros de bandos distintos para que al final todos queden contentos en ese equilibrio hipócrita del periodismo que solo busca dos caras y no las cinco de la moneda. Gran reflexión al respecto hizo por estos días Martín Caparros al dejar The New York Times para iniciar su columna en otro espacio, cuando dice que estamos en un momento de confusión momentánea del virus, y la prensa cae presa del raiting y de la sangre pegajosa como la llama el escritor.
Propongo que hablemos de los prohibido, de todo aquello distinto a lo que otros piensan y opinan, de lo políticamente incorrecto, en busca de resignificar el debate, de acabar el unanimismo en todos los temas, desde el virus que nos persigue hasta de las estatuas y monumentos que derrumban movimientos revisionistas de la historia, en busca de una discusión más plural por fuera del uso político que se quiere tomar todo, empezando por la profesión de periodista que se pierde en el mar de la autocensura. Necesitamos romper el oligopolio de la voz que menciona Jorge Galindo cuando habla de la necesidad de estructurar un proceso de democratización del debate.
Cada vez que veo un movimiento como el que hoy quiere derrumbar estatuas para rechazar la esclavitud y reescribir la historia, me convenzo de que lo que se está reclamando es que hablemos de los conflictos a fondo, de esos del pasado que siguen siendo los de hoy porque no hemos sido capaces de hacer todas las preguntas necesarias por quedarnos con nuestros preconceptos, por aceptarle a los entrevistados de todas las disciplinas sus respuestas vacías sin cuestionarlos, por esa complacencia que nos impide aceptar que hay conversaciones que no estamos dando ni en la escuela, ni en los medios.
Terminamos estigmatizando todo, asumiendo partido por todo, y luego reclamando con superioridad moral que no se estigmatice, cuando parte de nosotros la responsabilidad de asumir una distancia suficiente para poder mirar más allá de las cifras de muertos de un día. En Colombia llegamos al promedio de 200 muertos y casi 7.000 infectados en un día por el coronavirus. Es como si explotara un avión y murieran todos los pasajeros. Nos preguntaríamos si fue culpa del piloto, del mal tiempo, del avión. Nos olvidamos de las historias detrás de cada una de las 200 personas y sus familias y sus creencias y miedos y terminamos registrando la tragedia porque de pronto nos encontramos con que el dueño de la aerolínea es intocable y dejamos enunciada una denuncia, hasta la próxima tragedia. Como con el virus. Cae la noche y amanecemos con el contador en ceros de nuevo, sin que hayamos podido comprender nada.
Esta pandemia que nos afecta a todos por igual, puede ser la oportunidad para aproximarnos de otra manera a los hechos. Pasados seis meses de su aparición, no podemos quedarnos en las discusiones ideológicas de unos y otros mandatarios o en las explicaciones científicas poco calificadas que traemos a nuestros micrófonos, porque esas no están logrando clarificar nada. Debemos encontrar otras voces y escudriñar en la ciencia, y cuestionar las decisiones de las autoridades para que no terminemos construyendo monumentos equivocados que otras generaciones vendrán a derrumbar. Yo por lo menos estoy en busca voces que reivindiquen a otros y se atrevan a plantear nuevas teorías, nuevas preguntas, nuevas conversaciones.
Pruebas, resultados, brotes, pico, el lenguaje de las noticias se volvió un círculo infinito de palabras llenas de importancia y muy peligrosas en sus manejos: pasamos de informar de las ciudades con mayor tasa de contagios y letalidad, a las que menos, a las historias de cadáveres sin honras fúnebres, a la ocupación de Unidades de Cuidados Intensivos, a problemas de insumos y a la ausencia de seguimientos epidemiológicos.
De cuando en vez aparece la voz de un héroe que se somete a una vacuna para salvar al mundo. Esos que nacen para pasar a la historia, uno que otro pronóstico de medicamentos que van sirviendo mientras otros discuten y nosotros amplificamos la locura de Donald Trump con la hidrocloroquina o de un alcalde local sobre la invermectina cuando ya los protocolos de los que se salvan están bastante más probados por fuera de la discusión ignorante de los políticos.
Analizamos el comportamiento social de quienes con el baile y el exceso de ron desafían la muerte, o del que compra al debe, para medio entretener los días de encierro cuando le toca quedarse en su casa si tiene la suerte de tenerla. Toda una información que empieza a resultar insuficiente para la comprensión de lo que estamos viviendo en el mundo. Repetimos los mismos casos de éxito en Alemania y Nueva Zelanda, hacemos los llamados a esa palabreja tan antipática que resulta reinventarse cuando no hemos terminado de comprender la existencia y su papel vital en la sociedad, en vez de dedicarnos a profundizar sobre lo que hacemos de manera más honesta como si fuera el último día para hacerlo.
Y en este momento, cuando tenemos más tiempo obligado para pensar, encuentro una oportunidad increíble para debatir temas de fondo. Y no temas nuevos, se trata de los mismos, pero de una manera distinta, en una especie de revisión sobre lo que no hemos preguntado o preguntamos por encima a unos y otros de bandos distintos para que al final todos queden contentos en ese equilibrio hipócrita del periodismo que solo busca dos caras y no las cinco de la moneda. Gran reflexión al respecto hizo por estos días Martín Caparros al dejar The New York Times para iniciar su columna en otro espacio, cuando dice que estamos en un momento de confusión momentánea del virus, y la prensa cae presa del raiting y de la sangre pegajosa como la llama el escritor.
Propongo que hablemos de los prohibido, de todo aquello distinto a lo que otros piensan y opinan, de lo políticamente incorrecto, en busca de resignificar el debate, de acabar el unanimismo en todos los temas, desde el virus que nos persigue hasta de las estatuas y monumentos que derrumban movimientos revisionistas de la historia, en busca de una discusión más plural por fuera del uso político que se quiere tomar todo, empezando por la profesión de periodista que se pierde en el mar de la autocensura. Necesitamos romper el oligopolio de la voz que menciona Jorge Galindo cuando habla de la necesidad de estructurar un proceso de democratización del debate.
Cada vez que veo un movimiento como el que hoy quiere derrumbar estatuas para rechazar la esclavitud y reescribir la historia, me convenzo de que lo que se está reclamando es que hablemos de los conflictos a fondo, de esos del pasado que siguen siendo los de hoy porque no hemos sido capaces de hacer todas las preguntas necesarias por quedarnos con nuestros preconceptos, por aceptarle a los entrevistados de todas las disciplinas sus respuestas vacías sin cuestionarlos, por esa complacencia que nos impide aceptar que hay conversaciones que no estamos dando ni en la escuela, ni en los medios.
Terminamos estigmatizando todo, asumiendo partido por todo, y luego reclamando con superioridad moral que no se estigmatice, cuando parte de nosotros la responsabilidad de asumir una distancia suficiente para poder mirar más allá de las cifras de muertos de un día. En Colombia llegamos al promedio de 200 muertos y casi 7.000 infectados en un día por el coronavirus. Es como si explotara un avión y murieran todos los pasajeros. Nos preguntaríamos si fue culpa del piloto, del mal tiempo, del avión. Nos olvidamos de las historias detrás de cada una de las 200 personas y sus familias y sus creencias y miedos y terminamos registrando la tragedia porque de pronto nos encontramos con que el dueño de la aerolínea es intocable y dejamos enunciada una denuncia, hasta la próxima tragedia. Como con el virus. Cae la noche y amanecemos con el contador en ceros de nuevo, sin que hayamos podido comprender nada.
Esta pandemia que nos afecta a todos por igual, puede ser la oportunidad para aproximarnos de otra manera a los hechos. Pasados seis meses de su aparición, no podemos quedarnos en las discusiones ideológicas de unos y otros mandatarios o en las explicaciones científicas poco calificadas que traemos a nuestros micrófonos, porque esas no están logrando clarificar nada. Debemos encontrar otras voces y escudriñar en la ciencia, y cuestionar las decisiones de las autoridades para que no terminemos construyendo monumentos equivocados que otras generaciones vendrán a derrumbar. Yo por lo menos estoy en busca voces que reivindiquen a otros y se atrevan a plantear nuevas teorías, nuevas preguntas, nuevas conversaciones.