Ernesto Andrés Fuenmayor: Trump y el éxito de lo grotesco

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Son pocas las ciudades en las que se concentra la atención mediática dirigida a Estados Unidos. Nueva York, Los Angeles, San Francisco y Washington serían algunos posibles epicentros de actividad financiera, cultural o política de donde surge una gran porción de la información que el resto del mundo consume en torno a los norteamericanos. Es el espejismo de Hollywood, Silicon Valley, Times Square y la Casa Blanca.

Es inusual que eventos en Tennessee, Kentucky, Alabama o Missouri predominen en los noticieros o la prensa internacional tal como lo hacen las ciudades anteriormente mencionadas. Es larga y ancha la sombra del gigante que se ha erigido en las costas, aunque el destino político de los influyentes Estados Unidos se ha decidido los últimos años en estos espacios mediáticamente ignorados. Están en un segundo plano el centro y el sur, ricamente poblados por patriotas a la vieja escuela con el nostálgico deseo de volver a hacer de EE.UU una gran nación.

Es a lo que tantas veces se ha referido como territorio Trump. Allí el magnate personifica el sueño americano en su versión más inflamada: la acumulación de riquezas, la pomposidad, el fetichismo de la mercancía y la vanidad son aplaudidos como grandes méritos personales, expresiones de audacia de quien es considerado un prototipo del éxito socioeconómico.

En estos estados sigue predominando el pensamiento nacionalista al mejor estilo del siglo XIX y mediados del XX: ese fenómeno histórico que otorga méritos especiales a la propia nación a partir de la emocionalidad y el sentimiento de pertenencia. Interesantemente, el nacionalismo jugó un papel integrativo en el Viejo Mundo al unir a los estados que conformarían a las posteriores Alemania o Italia, por ejemplo. Nos dio la habilidad de agrandar el tamaño de la tribu, aunque en esa integración hubiera una exclusión implícita, dándole al “Nosotros“ y a los “Otros“ dimensiones inéditas.

La versión estadounidense de esta narrativa consigue en Trump a un totem inmejorable, un cacique acumulador de éxitos, un patriota competente y con los pantalones bien puestos. Personifica a la perfección esa ambición desbordada que caracteriza al consumismo norteamericano. Estamos hablando de una cultura sin tradiciones introspectivas o contemplativas, en donde el vocabulario idealista hace constante referencia a conceptos como “grandeza” para definir el norte colectivo. El nacionalismo también hace de las suyas aquí y la “grandeza” existe entonces solo en referencia a una jerarquía nacional en la que los Estados Unidos no colabora en términos globales, sino que busca imponerse según un discurso tóxico y antiguo.

A la cabeza está un ejecutivo intelectualmente analfabeta sin más planteamientos ideológicos que el narcisismo y el fetiche material. Con una clara habilidad pragmática para manipular a su entorno, está claro, pero completamente carente de sensibilidades en lo que se refiere a aquello ajeno a su persona y su tribu. Es una expresión grotesca de como las democracias siguen siendo víctimas del visceralismo y la retórica tribal.

Seguimos atados a las mismas narrativas que desencadenaron ambas guerras mundiales, muy a pesar de las decenas de millones de muertos que dejaron ambos conflictos. Va siendo tiempo de avanzar a términos globales en nuestro proceder, y Trump es un obstáculo en el camino de dimensiones históricas.

 

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