Después de Europa, nuestra América es ya la segunda región del planeta con más muertes directamente causadas por la pandemia. De todas sus naciones, Venezuela es la más pobre. Lo es más que el proverbial punto de comparación: Haití.
Esto último es el resultado más estremecedor que arroja la más reciente Encuesta de Condiciones de Vida del Venezolano (Encovi 2019-2020).
Desde 2014, cuando el Gobierno encabezado por Nicolás Maduro dejó definitivamente de publicar cifras de desarrollo social—hasta entonces, por cierto, maliciosamente amañadas—, un grupo de universidades venezolanas, mancomunadas en un admirable esfuerzo en torno a la Universidad Católica “Andrés Bello”, comenzó a ofrecer periódicamente una rigurosa visión de conjunto.
El estudio 2019-2020 abarcó casi 10000 hogares y deja ver lo que veinte años de socialismo del siglo XXI han hecho de Venezuela. Los datos de Encovi desnudan el alcance social y demográfico del colapso económico que acogota el país. En todo el siglo XX y lo que va del XXI, Venezuela no había mostrado niveles de pobreza como los que arroja este estudio.
Las cifras resultan escalofriantes para quien pudiese aún hoy tener la idea del dispendioso país petrolero que en los años 70 del siglo pasado llegó a merecer el mote de “saudita”. Venezuela se asemeja hoy, en cuanto a pobreza y desnutrición, mucho más a un país africano.
En su recensión del estudio Encovi, la corresponsal de El País en Caracas, Flor Antonia Singer, señala que “cuando se juntan las variables de inestabilidad política, PIB y pobreza extrema, Venezuela aparece en el segundo lugar de una lista de 12 países que encabeza Nigeria y termina con Irán, seguida de Chad, Congo y Zimbabue”.
La emigración por motivos económicos alcanza ya, según lo certificado ya por la ONU, casi cinco millones de venezolanos; ahora somos 28 millones. En los últimos tres años han dejado el país dos millones trescientos mil personas.
Datos duros: entre 2013 y 2019, el PIB cayó un 70% y, como consecuencia y atendiendo a sus niveles de ingresos, tenemos que la pobreza alcanza ya al 96% de los venezolanos; el 80% vive en pobreza extrema. El 69% de ellos consume menos de 2000 calorías diarias.
Antropometría socialista del siglo XXI: el 30 % de los chamitos menores de 5 años, unos 640000, presenta desnutrición crónica y talla muy baja. Este porcentaje supera el de nuestros vecinos. Al leer el estudio, los expertos se abisman ante la vertiginosa desaparición de algo llamado “bono demográfico”. Yo, al igual que muchos de ustedes, no sabía qué es el bono demográfico.
Lo que he puesto en claro es que se trata de una constelación de factores poblacionales que, durante un determinado ciclo económico, puede generar un alza significativa del potencial de crecimiento económico.
La clave del bono demográfico estriba en la rata entre la población en edad de trabajar – convencionalmente, los mayores de 15 años— y la población en edad de que se ocupen de ella: los niños y los adultos mayores. Cuando en la estructura etaria de la población predominan los adultos jóvenes en edad de producir esto brinda enormes oportunidades al consumo, al ahorro y a la reducción de la pobreza.
En realidad, hacerse acreedor al bono demográfico es un pelín más complicado que esto que digo porque la ventana de oportunidades no es una situación que se alcance acumulativamente. No es cosa automática y suele ser de corta duración.
Hace falta, pues, un conjunto de sostenidas políticas públicas y de grandes inversiones estratégicas en educación y salud que, con bastante arte de gobierno, conjuren la cristalización de una ventana por definición escapadiza. Hay consenso en que esa ventana, que pudo vislumbrarse en Venezuela hacia 2003 y debería haberse prolongado hasta 2040, se ha cerrado para siempre.
La estampida migratoria, el colapso total de la industria petrolera y la descomunal recesión que esta trajo consigo se expresan en que 44% de la población no tiene trabajo reproductivo. La cobertura educativa para aquellos entre 18 y 24 años ha caído a la mitad: dos millones doscientos mil jóvenes venezolanos no tienen qué ni dónde estudiar.
Otro índice desolador es el que la periodista venezolana Guiliana Schiappe, escribiendo para el portal El Estímulo, llama “progeria demográfica”: la diáspora juvenil ha provocado que el envejecimiento abrupto de la población haya llegado a niveles de edad que deberíamos haber alcanzado en el año 2040. La población se ha disminuido un 15% y envejecido 20 años en tan solo un lustro. Muchos hogares están hoy compuestos exclusivamente por personas de la tercera edad.
Nací y me crié en Venezuela durante los años 50 del siglo pasado, en tiempos del boom de precios del crudo que siguió a la 2ª Guerra Mundial.
La mía fue quizá la última generación que se benefició, desde el preescolar a la Universidad, del mejor sistema educativo público y gratuito que los ingresos petroleros de un país latinoamericano puedan pagar. El plan de becas de posgrado “Gran Mariscal de Ayacucho” que, literalmente, creó una próspera clase media profesional, hoy dispersa por el mundo, ha sido el mejor producto derivado del petróleo venezolano.
Vivo en una pequeña y tranquila urbanización del norte de Bogotá. Diariamente, desde que comenzó la cuarentena, pasan por mi casa romerías de menesterosos y famélicos refugiados venezolanos, veinteañeros y cargados de hijos, voceando hacia los edificios sus escalofriantes pedidos de comida.
Al socorrerlos con algo de alimento y algún dinero y oírlos hablar advierte uno que carecen por completo de escolaridad, de arte, oficio y nociones ciudadanas y que han sido arrojados de un país donde el saqueo y la impiedad les negó toda oportunidad sencillamente para que mueran de hambre. Son el bono demográfico perdido y errante.