Jorge Zepeda Patterson: El difícil arte de reconocer el mal menor

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Decidir cuántos ciudadanos de un país van a morir no es solo un asunto moral sino también político. La pandemia puso contra las cuerdas a los Gobiernos de todo el planeta al tener que elegir entre cuidar la salud de las personas o paralizar la economía y condenar a la pobreza a las masas. ¿Un mal mayor pero acotado a decenas de miles condenados a morir o un mal menor pero masivo al lanzar a la miseria a millones?

Las autoridades de cada país se vieron obligadas a decidir el punto intermedio entre estas dos opciones inadmisibles. Y por supuesto cualquiera de las dos alternativas entrañaba de inicio una derrota. No hay país que haya salido bien librado de este dilema. Cada mandatario debió decidir en función de las características de su pueblo, de su ideología y de su cultura. Pero siempre fue una decisión intermedia. Incluso los que optaron por el confinamiento riguroso debieron abrir antes de lo que hubiesen deseado; en el otro extremo, los que pretendieron ignorar la pandemia (como Trump, Bolsonaro y en principio López Obrador) se vieron obligados a recular y a aceptar cierres parciales de la actividad económica.

Detrás de los argumentos a ratos confusos y obstinados de Hugo López-Gatell, vocero del Gobierno en el combate a la pandemia de la covid-19, me parece que existe una tesis inteligente pero inconfesable: los esfuerzos no se centraron en impedir el contagio sino en evitar el colapso del sistema de salud. No sé si la negación de López-Gatell al uso de tapabocas se debió al principio a una legítima convicción de que no hacían diferencia en el contagio (recordemos que esa era la posición inicial de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y después al orgullo que le impedía reconocer el equívoco, o de plano al deseo de que el contagio continuase a una velocidad moderada y la población alcanzase la inmunización de rebaño. Quizá una mezcla de todas las razones anteriores.

Lo que queda claro es que la estrategia de confinamiento seguida a medias no tenía como propósito erradicar el contagio, sino simplemente dar tiempo para evitar el colapso del sistema de salud. El famoso aplanamiento de la curva.

Puede parecer cínico o cruel, pero es absolutamente realista. Primero, porque imponer un confinamiento riguroso como el que se estableció en Francia o España, poco menos que un estado de sitio, resultaba impracticable en México. Si las policías no pueden impedir que la gente se siga matando a razón de 100 por día o evitar que los pobladores tomen casetas o edificios públicos, quiero ver cómo se las arreglarían para mantener a más de cien millones encerrados en casa en contra de su voluntad. En el fondo ni siquiera en los países ricos lo han conseguido: todos ellos han levantado el confinamiento antes de tiempo como resultado de la presión popular y ahora surgen rebrotes por todo el orbe.

Segundo, incluso en el hipotético caso de que pudiera imponerse el encierro obligado, las consecuencias familiares y personales de un confinamiento en México, donde la mayoría de los trabajadores operan en la economía informal, son insoportables a muy corto plazo. Es muy distinta la situación del obrero alemán que espera en casa con la mayor parte del sueldo asegurado, a la del vendedor ambulante o el albañil mexicano que vive literalmente al día. La simple parálisis de la actividad productiva y los efectos de la pandemia provocarán que en México ingresen a la categoría de pobreza extrema entre nueve y 12 millones de personas, según la fuente consultada. Cifras que se dicen rápido pero que entrañan una verdadera debacle: hambre, enfermedad y sufrimiento en ocasiones inconmensurable en millones de hogares que antes vivían por encima de ese umbral.

¿Tiene razón el ciudadano que desea acusar en tribunales a una autoridad por la muerte de su pariente? ¿Una estrategia diferente respecto al tapabocas le habría salvado la vida? ¿Alguno de los fallecidos no se habría contaminado si la empresa en la que trabaja no hubiese abierto sus puertas?

O en el otro extremo, ¿puede un padre al que se le han acabado los recursos demandar al Gobierno por el hambre que padecen sus hijos al impedírsele ejercer su oficio?

El Gobierno mexicano hizo lo que creyó que estaba en sus manos: sugerir recomendaciones de higiene y salud a la población, suspender actividades económicas por el mínimo de tiempo indispensable para retrasar el contagio y al mismo tiempo no ahogar económicamente a las familias, volcarse sobre el sistema de salud para asegurar que los enfermos que llegasen a hospitales tuvieran una oportunidad de salvarse.

Si ese era el objetivo, y me parece realista, lo han conseguido. Habrá cifras para los que quieran linchar a López-Gatell, 40.000 muertos son muchos o pocos según se vea; sobrará material para encontrar declaraciones contradictorias a lo largo de cuatro meses; no faltará el testimonio del familiar del pariente que fue rechazado por una clínica y murió en casa. Pero lo cierto es que la reconversión de un sistema de salud devastado por la corrupción crónica significó un esfuerzo monumental. En materia de semanas el número de camas con ventiladores se triplicó; se incorporaron los hospitales particulares al sistema público de atención a la covid, se contrataron y capacitaron a 40.000 asistentes médicos para paliar el déficit de tantos años de desatención.

La respuesta económica del Gobierno a la pandemia es otra cosa y sería motivo de otro texto. Por lo que toca a la estrategia de salud, que entraña vidas y miseria de tantos, es comprensible que provoque arrebatos y pasiones, pero sería oportuno no desvincularlas de la razón.

Más allá de temas de personalidad del doctor López-Gatell, que algunos elogian y otros satanizan, o el optimismo y la autosatisfacción del presidente por lo que considera una estrategia admirable, lo cual resulta esperanzador para sus seguidores y criminal para sus adversarios, lo cierto es que el sistema de salud tomado en su conjunto resistió el embate, las cadenas de abastecimientos no se rompieron, la actividad productiva ha comenzado a espabilarse.

El proceso aún está en marcha y el balance definitivo tendrá que hacerse al final del ciclo. Pero antes de beatificar a López-Gatell o, por el contrario, arrojarlo a la pira, valía la pena ponerlo en el contexto de la dura y muy específica realidad que entraña esta pandemia en el imperfecto país que llamamos México, siempre regido por la elección del mal menor.

 

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