Es norteamericana, casada con un polaco democrático y liberal y vive en Polonia. Sus libros y artículos sobre la desaparecida URSS y los países del Este europeo, que aparecen en The Atlantic, suelen ser magníficos, bien investigados, escritos con orden y elegancia, generalmente imparciales. He visto su firma entre los 150 intelectuales, una mayoría de izquierda, que reprochan a sus colegas más radicales que derrumben estatuas y practiquen el odio y la censura, como si buen número de ellos no les hubieran enseñado a ser así. Pero, por lo menos en el caso de ella, creo compatible esa rareza: el izquierdismo y la vocación democrática.
El último artículo de Anne Applebaum sobre la segunda vuelta de las elecciones polacas del domingo pasado no tiene desperdicio. Revela la campaña contra los homosexuales que le permitió ganar, por muy pocos votos, un nuevo mandato al presidente de Polonia, Andrzej Duda, del partido Ley y Justicia, derrotando a Rafal Trzaskowski, alcalde de Varsovia, quien había prometido apoyo a la comunidad gay y extender las clases contra la discriminación y la matonería en los colegios.
No tengo nada contra Polonia, uno de los países más sufridos y ocupados por sus vecinos poderosos a lo largo de su trágica historia, y sí una enorme simpatía por su alta cultura, por sus magníficas librerías y editoriales, y por su cine y su teatro, donde, hace ya muchos años, vi una obra mía llevada a escena con más talento y originalidad que en ningún otro país. Pero, naturalmente, me preocupa la deriva cada vez más reaccionaria, antiliberal y antidemocrática de un Gobierno que, apoyado sobre todo por la jerarquía de la Iglesia católica y por el campesinado y la ciudadanía más tradicional, creyente y practicante, va disociando cada día más a Polonia de la Europa libre y moderna, retrocediéndola a un pasado autoritario.
Se vio en esta campaña electoral muy a las claras, donde, según el testimonio de Anne Applebaum, el acrónimo LGTB desempeñó una función central. El presidente Duda, que buscaba la reelección, declaró que “los LGTB no son el pueblo; son una ideología más destructiva que el comunismo” y atacó a su adversario a lo largo de la campaña acusándolo de querer “la sexualización de los niños” y “la destrucción de la familia”. La jerarquía de la Iglesia católica polaca, al parecer también muy conservadora, cree, como lo hacía Juan Pablo II, que los homosexuales constituyen “la plaga del arcoíris”, y que la pretensión de que los gays revolucionen la sociedad no es “polaca”, sino alemana y judía, y una de las televisiones estatales martilló a los televidentes con esta pregunta racista y estúpida, pero que, a juzgar por los resultados de la elección, fue bastante efectiva: “¿Cumplirá Trzaskowski con las exigencias judías?”. Y otro de los líderes del partido Ley y Justicia, Jaroslav Kaczynski, declaró que el alcalde actual de Varsovia no tiene “un corazón polaco”, sino foráneo. Así que no sólo el odio al gay desempeñó un papel importante en las elecciones, sino también dos viejas taras sanguinarias: el nacionalismo y el antisemitismo.
El catolicismo del pueblo polaco no es incompatible con la democracia, siempre y cuando, como ha ocurrido en todas las democracias civilizadas —las hay, también, fanáticas e iliberales—, la religión esté exenta de prejuicios, como en Francia, Inglaterra y España, para dar sólo tres ejemplos que conozco de cerca, de una militancia religiosa que no esté manchada de taras nacionalistas ni de prejuicios racistas. Desde luego que, después de haber sido humillada, discriminada y aturdida de propaganda marxista-leninista durante su condición de satélite de la Unión Soviética por tantos años, no es extraño que buena parte de los polacos hayan apostado por el partido del orden y de la tradición, como es Ley y Justicia. Pero los resultados de la reciente elección, donde el alcalde Trzaskowski perdió ante el presidente Duda por un ínfimo punto y pico de los votos, muestra que los actuales gobernantes están ya en la cuerda floja y que, por cualquier exceso que cometan en su manejo del poder, podrían perderlo en una nueva elección, que devuelva a Polonia a la genuina democracia, como ocurre con la gran mayoría de países que pertenecen a la Unión Europea; su caso no es el de Hungría, sociedad a la que, ahora mismo, es muy difícil seguir llamando democrática.
Aunque no soy creyente, estoy convencido de que la mayoría de los seres humanos, que teme a la muerte, necesita la religión para vivir con cierta confianza y sosiego, porque la idea de la extinción definitiva a las personas las aturde y atormenta e impide vivir y trabajar en paz. Por eso, no hay que acabar con la religión, hecho que ya la historia ha declarado un sueño imposible, sino acomodarla de tal manera que no sea incompatible con la libertad y la legalidad del orden democrático, el único que representa, por lo menos como hipótesis, una sociedad justa, diversa y solidaria. Muchos países en la actualidad parecen haber alcanzado esa homologación compatible de valores religiosos y democráticos.
¿Piensa Anne Applebaum que esto es posible en Polonia o teme que ambas cosas sean imposibles en ese país del que, por lo demás, es evidente que se siente muy cerca? Su artículo, desde luego, no se evapora en consideraciones inactuales, y señala que, probablemente, luego de su ajustada victoria, el partido Ley y Justicia hará lo posible por calmar los ánimos. Ve síntomas de ello en la hija del vencedor, Kinga Duda, que la noche misma del triunfo de su padre pronunció un discurso diciendo “que nadie en nuestro país debe tener miedo de abandonar su hogar”, por “aquello en que creemos, qué color de piel tenemos, qué valores defendemos, qué candidato apoyamos y queremos”. Ojalá sean éstas creencias arraigadas y no “sueños de opio”, como las llamaba Valle Inclán.
Sin embargo, algunos temores que expresa su artículo son profundamente preocupantes. Ya no se trata de perseguir a los gais, o golpearlos, como ha llegado a suceder, sino de la prensa de papel y la de imagen, que, todavía, es bastante independiente y libre en Polonia. Pero si las intenciones de ciertos dirigentes de Ley y Justicia se cumplen, esta realidad podría transformarse radicalmente. La independencia de la prensa libre se debe, en buena parte, a que sus dueños son empresarios extranjeros que se han visto, en los últimos tiempos, acosados por inspecciones fiscales o investigaciones sobre supuestas corrupciones. Una campaña nacionalista —la “polonización” de los medios— quisiera obligarlos a vender diarios y televisiones. Es preciso que la Unión Europea intervenga de manera decisiva poniendo fin a esa campaña, porque sin la existencia de una prensa libre no hay democracia que sobreviva. Esto deberían saberlo mejor que nadie los polacos.
El actual Gobierno de Polonia, como todos los Gobiernos del mundo, trata de controlar a la prensa y librarse de esos voceros que desde ella lo vigilan, denuncian sus desaciertos y reales o inventadas pillerías, y suelen estar en manos de sus opositores y de periodistas honestos, desaparecer a aquellos y a estos últimos callarlos o comprarlos. Lo que ocurre es que en los países de poderosas tradiciones democráticas no puede hacerlo, la sociedad misma se lo impide. Este es el ideal que, con el tiempo, cualquier país puede alcanzar. Toda democracia juvenil o reciente será siempre imperfecta, y, acaso, la perfección en este campo sea imposible de alcanzar. Lo importante es mantener viva una prensa libre, hasta que aquello se vuelva una costumbre a la que la sociedad en su conjunto no quiera renunciar. Esa es ya una gran victoria, sólo posible en los países que, sobreponiéndose a todo lo demás, eligieron ser de veras libres.