Eran las doce del día y, en el aeropuerto de Barcelona, el mismo y estrecho espacio que entonces hacía las veces de nacional e internacional, el calor era algo más que sofocante. El aire acondicionado en nada podía ayudar, pues allí estaba aglomerada una pequeña multitud de personas que habían arribado de los aeropuertos de Maiquetía y Margarita. Quienes esperaban por salir con diferentes destinos, incluyendo turistas canadienses que llegaban en viajes expresos desde allá lejos, más los muchos de éstos que hacían los trámites de salida. Fue una época cuando por razones cambiarias, con posterioridad al “viernes negro”, a esta ciudad, donde vivo desde hace unos cuantos años, llegaban grandes contingentes de gringos y canadienses a aprovechar la ventaja cambiaria, la estructura hotelera y las bellezas naturales del espacio.
Yo había llegado de la capital de una reunión del Colegio de Profesores de Venezuela en mi condición de directivo de la Seccional 9, la de Anzoátegui. En aquel incómodo espacio me hallé una colega y vieja amiga quien ejercía un importante cargo en el gobierno y allí recibía unas hermanas procedentes de Margarita. De repente, dentro del pequeño grupo que formábamos, una de ellas, eran tres, tiró del brazo de una de las otras, le dijo como asombrada, en tono de voz que todos los del grupo escuchamos:
¡Mira quiénes vienen entrando!
Dos hombres vestidos al estilo de los oficiales de la PTJ, de flux y corbata, viniendo de la pista de aterrizaje de un vuelo procedente de Margarita, hacían su entrada al salón del aeropuerto, el espacio donde nos hallábamos. Según ellas, eran los mismos individuos que, días atrás en la isla, les habían atracado, robado lo de valor que portaban, más el vehículo que habían llevado de viaje.
Su hermana, mi colega, con cargo importante en el gobierno, quien sabía de lo que sus hermanas habían sido víctimas días atrás, enterada de la presencia de los “presuntos”, se dirigió rápidamente a un alto jefe policial que allí estaba, supuestamente amigo suyo, y le informó sobre los pormenores del asunto.
-“¿Usted y ellas están seguras de lo que denuncian?
– “¡Claro!”, respondió la denunciante. “Las tres no tienen duda alguna que ellos son y están dispuestas a denunciarlos y reconocerlos ante ustedes”. “Es más, en Margarita, hay por lo menos dos testigos más que podemos presentar para el reconocimiento”.
-“Okey, mañana mismo le llamo para el procedimiento debido”. De esa manera, muy al estilo policial, como quien llena un formulario o da una estereotipada respuesta, habló el jefe policial ante la seguridad de nuestra amiga.
Sólo por insistencia de mi colega, el funcionario procedió a darle el número telefónico donde le pudiera hallar, en caso que en lo inmediato, con la debida premura, no recibiese respuesta.
“En todo caso, insistió la colega, informaré al gobernador de este asunto, para que nos ayude por lo menos a recuperar el vehículo”.
“El gobernador” de la entidad a quien la denunciante se refirió era además un importante dirigente del partido de gobierno, el mismo de mi amiga.
Pasaron los días y, como el jefe policial, no le llamaba para informarle la marcha “del procedimiento”, y tampoco atendía sus llamadas, optó por presentarse a la oficina de aquél.
Salió de allí no decepcionada porque eran muchas las ventajas que estaba recibiendo en su condición de militante del partido de gobierno e importante funcionaria regional del mismo, pero sí con una nueva experiencia. En la PTJ había ya, en aquellos tiempos, ladrones y vulgares atracadores, que actuaban impunemente, amparados tras la credencial de comisarios del cuerpo. Por supuesto también le sirvió de consuelo saber que hasta los jefes policiales andaban en lo mismo que otra gente del gobierno.