Tienen en común, entre otras cosas, la aversión a una justicia independiente, pues los autoritarismos, de todo signo, comparten un ADN de rechazo a los controles de poder. Con ritmos, contenidos y resultados diferentes, Polonia y Venezuela son dos casos paradigmáticos paralelos.
La historia enseña, sin embargo, que por tenaces que sean los proyectos autoritarios y avasalladoras sus medidas para neutralizar contrapesos internos, al final son superados y derrotados. El momento en que esto sea así —o no— dependerá de dos cosas. Primero, la dinámica política interna y la acción de los sectores democráticos. Segundo, el contenido e impacto del accionar internacional.
Son interesantes los paralelismos, pero también las diferencias entre el curso de las cosas en Polonia y en Venezuela. Tres asuntos.
Primero, la constatación de que estamos ante dos procesos autoritarios; es irrelevante que uno sea ultraconservador y el otro se proclame revolucionario. Los asemeja lo mismo: el apetito de poder absoluto, con el persistente ataque a la independencia judicial. Es gradual e incremental el proceso en la Polonia de Kaczyński; la oposición política, además, tiene cierto nivel de cohesión, tanto que su candidato, el alcalde de Varsovia, Rafal Trzaskowski, perdió por pocos votos en la elección presidencial de la semana pasada. El degollamiento de los controles de poder está más avanzado en la Venezuela de Maduro y la oposición no pasa por su mejor momento en cuanto a cohesión y convocatoria.
Segundo, ambos procesos han generado acciones y reacciones de la comunidad internacional, pero los impactos han sido diferentes.
Visité Polonia el 2017 como Relator de la ONU sobre Independencia Judicial y presenté luego un informe sobre el zarpazo autoritario que el Gobierno operado por Kaczyński estaba acometiendo contra la justicia independiente. El régimen buscaba hacerse de la Corte Suprema a través de una ley tramposa que bajaba la edad de jubilación de sus magistrados para que encajara —¡mágicamente!— debajo de la edad de la entonces presidenta del tribunal Malgorzata Gersdorf y de otros magistrados no oficialistas. La denuncia por el Relator y, en especial, la decisión del Tribunal de Justicia de la Unión Europea, hicieron abortar ese proyecto.
Más recientemente, el Gobierno forzó la llamada “ley mordaza” para prohibir la libertad de expresión de los jueces. La oposición interna e internacional, incluyendo a la Nóbel de Literatura Olga Tokarczuk, logró que se repusiera al juez Pawel Juszczyszyn, quien había sido sancionado en aplicación de esa ley.
El proceso político en Venezuela es distinto al de Polonia, no sólo porque lleva más tiempo sino porque los contrapesos políticos internos están debilitados y divididos. El contorno internacional, por su lado, ha tenido impacto más limitado. Y no es porque se haya carecido de informes o pronunciamientos en el espacio interamericano o en el de la ONU sobre el ataque a la independencia judicial.
Desde la Relatoría he presentado varias comunicaciones al Gobierno y este mes la propia Alta Comisionada de Derechos Humanos de la ONU, Michelle Bachelet, presentó dos informes; uno, precisamente, sobre independencia del sistema de justicia. No se ha carecido, pues, de comunicaciones o informes internacionales, pero, la verdad sea dicha, su impacto viene siendo limitado.
Tercero, hacia adelante, ¿qué? El curso del proceso polaco está y estará muy atado al seguimiento y acciones, particularmente desde espacios de la Unión Europea y, en menor medida, de Naciones Unidas. En lo que atañe al proceso en Venezuela, una evaluación objetiva de lo avanzado y sus limitaciones resulta a estas alturas conveniente. Veámoslo en lo que atañe al papel de la ONU.
De un lado, muchos analistas consideran que es limitada la concreción de algunas decisiones importantes. Ejemplo: en setiembre del 2019 el Consejo de Derechos Humanos resolvió que el Gobierno venezolano reciba a los responsables de determinados procedimientos especiales de la ONU (entre ellos el de independencia judicial), tal como se había comprometido con la Alta Comisionada en la visita que ella hizo.
En los 10 meses transcurridos, muchos critican que precisamente esos responsables de mandatos no supieron de señal del Gobierno o algún gesto o comunicación para cumplir con eso. En el correcto informe —precisamente sobre independencia del sistema de justicia— presentado por la Alta Comisionada este mes, se da cuenta —en el acápite sobre “cooperación técnica”— de la invitación a otros mandatos. Ninguno de ellos, sin embargo, estaba entre los especificados en la resolución de setiembre.
Por otro lado, la falta de una necesaria presencia internacional en el terreno mismo de la severa crisis democrática en Venezuela. Como se demostró en la práctica de las transiciones democráticas en El Salvador o Guatemala en los noventa, misiones internacionales de buenos oficios y verificación de derechos humanos fueron particularmente gravitantes en aliviar tensiones y en facilitar el procesamiento de contradicciones.
Esta había sido decidida para Venezuela el año pasado en la resolución del Consejo de setiembre de 2019: decidió “establecer …Una misión internacional independiente de determinación de los hechos …Y enviar urgentemente esa misión” a Venezuela. Se conoce que el grupo se formó y que prepara el informe. Pero no hay información de que la misión se haya establecido en el país, como es claramente el sentido de esa resolución en el entendimiento de quienes conocen el lenguaje de Naciones Unidas.
Procesos, pues, paralelos y con difíciles pronósticos desde fuera pues, a fin de cuentas, la clave estará siempre en las dinámicas internas en cada país. Pero lo que haga —o no haga bien— la comunidad internacional será una pieza fundamental para los tiempos y el curso del desarrollo democrático en ambos países. Pero, eso sí, todo dentro del derecho internacional, que es suficientemente amplio, sólido y consistente, y no por garras imperiales.