Edgar Morin afirma que “…la evolución verdaderamente humana significa el desarrollo conjunto de la autonomía individual, de la participación comunitaria y del sentido de pertenencia a la especie humana” [1]. Lo entiende como un proceso evolutivo que nos conduce a satisfacer nuestra necesidad de sentirnos miembros activos de la sociedad, y, con ello, alcanzar “sentido de pertenencia a la especie humana”.
El ser humano comparte con los animales vivir en sociedad, esto es, participa del factor social, pero, lo que realmente le identifica frente al resto de los seres vivos es el factor cultural que construye su propia naturaleza. Nos vamos transformando según las sociedades en las que nos desenvolvemos, de tal suerte que nuestra naturaleza no es más que una materia prima a la que dan forma la cultura y/o la historia.
Como seres sociales necesitamos comunicarnos con los otros y expresarles nuestros pensamientos, lo cual nos sirve de puente para, conocer al “otro” y vislumbrar como nos ven. De esta manera el sentimiento de autoestima, el concepto de “sí mismo” y la individualidad personal emanan, en buena medida, de la imagen que el “otro” nos proyecta. En ocasiones, la imagen trasladada es coincidente con nuestra propia autoimagen, en otras es tan distinta que puede generar un conflicto personal y dar lugar a “disonancias cognoscitivas”.
Los últimos meses vividos a consecuencia del COVID 19 en todo el planeta han supuesto un antes y un después en las relaciones interpersonales y, como si de un gran experimento sociológico se tratará, ha dado lugar a consecuencias diversas, entre las cuales, por su relevancia e interés, me voy a centrar en los efectos sobre la salud psicológica y emocional.
Investigadores de varias Universidades españolas, así como de veinte universidades de 15 países de América y Europa pusieron en marcha en el mes de mayo el proyecto PSY-COVID (basado en los resultados de una macro-encuesta internacional), con la finalidad de que tanto la comunidad especializada, como las autoridades sanitarias pudieran tener una gran base de datos para analizar las repercusiones en el comportamiento humano del confinamiento.
Si “lo social” es uno de los rasgos distintivos de nuestra especie y se manifiesta a través de emociones que, a su vez, necesitamos expresar y comunicar en el cara a cara con nuestros congéneres, en el mundo digital, esta cercanía se ha sustituido por frías pantallas de ordenador, que sin duda han hecho un gran papel, si bien han colaborado a la mudanza de lo interpersonal. Entre sus efectos negativos sobresalen la ansiedad y la depresión, que previsiblemente se han amplificado, sin la cercanía física de la mano y hombros amigos. También contemplarse los aspectos menos nocivos del aislamiento que, a buen seguro, nos ha hecho priorizar lo realmente relevante en nuestras vidas. En palabras del profesor Simone Belli, uno de los investigadores del proyecto PSY-COVID «debido al confinamiento se ha producido el empoderamiento de las propias vidas, de la responsabilidad, de los compromisos sociales, de la confianza y de la resiliencia. Los individuos, gracias a esta situación, pueden llegar a conocerse mejor».
Los primeros resultados de este trabajo, revelados a principios de julio, muestran, en lo que nuestro país se refiere, que alrededor del 35% de la población estaría en riesgo de padecer o habría tenido síntomas de ansiedad o depresión (particularmente las mujeres más jóvenes). Complementariamente cerca del 40% de los encuestados mostraron niveles altos de resiliencia, lo cual indica la alta capacidad de adaptación ante circunstancias adversas.
Otro tema que exige una reflexión es la gestión individual de la vivencia de la separación obligada de los familiares y seres queridos atendidos en centros sanitarios y/o residencias para personas mayores. Y, en su caso, la despedida ante los fallecimientos (rituales ante la muerte) que se han hecho, debido a la gravedad de la pandemia, bajo estrictos criterios de seguridad, con aforo limitado y sin poder compartir comunitariamente el dolor ante las pérdidas.
Como seres culturales que somos los ritos de paso son universales, en tanto en tienen un significado concreto para la conciencia social y, posiblemente, sea el de la muerte el que mayor significación tenga para el individuo y para la sociedad, pues en terminología de uno de los padres de la sociología Emilio Durkheim constituye un “hecho social” que delimita la naturaleza de una u otra organización social. En consecuencia, la muerte, asociada al duelo, marca el final de la vida, de tal suerte que los ritos funerarios, bien religiosos o no son universales culturales, que cumplen funciones psicológicas, sociológicas o simbólicas para los integrantes del grupo. Realzan el sentido de pertenencia, de identidad y de solidaridad para superar la vivencia de la muerte, además de ser acciones de control social. Son, en definitiva, sistemas simbólicos que posibilitan la comunicación entre los individuos y la sociedad, que promueven la integración y refuerzan la interacción. Según el gran antropólogo Levi-Strauss son la marca innegable de la autoconciencia y muestran el sincretismo del sistema socio-cultural e ideológico de una sociedad concreta.
En este sentido, lo vivido en los últimos meses ha sido inédito para las generaciones de nuestros días, aunque lo recordarán los ancianos que transitaron en tiempos de guerra, que además se han revelado los más damnificados por este virus letal.
Por ello, estudios como el destacado sobre las repercusiones del COVID 19 tienen la virtualidad de analizar cómo han afectado al estado psicológico y mental las medidas adoptadas por cada gobierno o administraciones públicas. También permite conocer el impacto de cómo y en qué medida las diferencias socioculturales de cada país han condicionado las posibilidades de adaptación de la población a las circunstancias emergentes. Dos cuestiones básicas, desde mi punto de vista, para prevenir y afrontar institucionalmente contingencias similares.
[1] Morin, E. (2011). Los siete saberes necesarios para la educación del futuro. Barcelona: Paidós.