Paul Krugman: Pesadilla en la avenida de Pensilvania

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La pesadilla de todo trabajador es ese jefe horrible —todos conocemos al menos uno— que es completamente incompetente, pero se niega a dejar el cargo. Estos jefes tienen el toque opuesto al del Rey Midas —todo lo que tocan se convierte en escoria—, pero hacen todo lo posible, incumplen las normas que haga falta, para quedarse en el despacho de la esquina. Y perjudican a las instituciones que supuestamente deben dirigir, llegando en ocasiones a destruirlas.

Donald Trump es, cómo no, uno de esos jefes. Por desgracia, no es un mal directivo cualquiera. Es, Dios nos asista, el presidente. Y la institución que podría destruir son los Estados Unidos de América.

¿Ha habido antes algún presidente que haya suspendido su gran prueba tan estrepitosamente como Trump en estos últimos meses? Rechazó el asesoramiento de los expertos sanitarios y forzó una reapertura económica rápida, con la esperanza de que se produjera una expansión antes de las elecciones. Ridiculizó y menospreció medidas que habrían ayudado a ralentizar la propagación del coronavirus, como llevar mascarilla y mantener el distanciamiento físico, convirtiendo algo que debería haber sido de sentido común en un frente de la guerra cultural.

El resultado ha sido el desastre epidemiológico y económico. A lo largo de la última semana, en Estados Unidos han fallecido de media por la covid-19 más de 1.000 personas al día, frente a los cuatro —¡cuatro!— muertos diarios en Alemania. La declaración del vicepresidente Mike Pence a mediados de junio de que “no hay segunda oleada de coronavirus”, parecía ya entonces una baladronada; ahora suena a broma pesada.

Y todas esas muertes de más no parecen habernos aportado nada en cuanto a resultados económicos. La contracción económica en Estados Unidos durante el primer semestre de 2020 ha sido casi idéntica a la de Alemania, pero con un número de muertos mucho mayor. Y mientras que en Alemania la vida ha vuelto a la normalidad en muchos aspectos, diversos indicadores dan a entender que, después de dos meses de rápido aumento del empleo, la recuperación estadounidense se estanca debido al resurgimiento de la pandemia.

Pero esperen, aún hay más. Trump, los miembros de su Gobierno y sus aliados en el Senado han apostado todo a la idea de que, a pesar de la nueva oleada de contagios y fallecimientos, la economía estadounidense experimentará una recuperación asombrosamente rápida. Están tan convencidos de ello que parecen incapaces de asumir las abrumadoras pruebas que lo desmienten.

Hace solo unos días, Larry Kudlow, economista jefe de Trump, insistía en que seguía en marcha la llamada recuperación en V, y que “las solicitudes de prestación inicial y las de ampliación de la prestación por desempleo caen con rapidez”. Lo cierto es que ambas están aumentando.

Pero como el equipo de Trump siguió insistiendo en que se aproximaba una fuerte recuperación, y se negaba a ver que no se estaba produciendo, hemos caído en una crisis económica completamente innecesaria.

Gracias a la inacción republicana, millones de desempleados han recibido los últimos cheques del programa de Compensación por Desempleo a causa de la Pandemia, que debían sostenerlos en medio de una economía devastada por el coronavirus; el virus sigue desatado, pero a ellos les han cortado su soporte vital.

Por tanto, Trump ha hecho muy mal su trabajo, y provocado un perjuicio innecesario a millones de estadounidenses y una muerte innecesaria a miles de ellos. Puede que a él no le importe, pero a los votantes, sí. De modo que debería estar intentando dar la vuelta a la situación, aunque solo fuera por su propio interés político y personal.

Lo que pasa es que, aunque Trump fuera el tipo de persona capaz de aprender de sus errores, ya es demasiado tarde. Si nos hubiéramos encontrado en la actual situación hace un año, podría haber tenido tiempo de controlar el virus y sanear la economía. Pero las elecciones están a la vuelta de la esquina.

Supongamos que el número de fallecimientos y el empleo mejorasen un poco en los próximos tres meses. ¿Cambiaría eso la opinión de los votantes sobre el negacionista en jefe? ¿Cuánto crédito daría la ciudadanía a las buenas noticias, incluso a las verdaderamente buenas, tras el falso amanecer de la pasada primavera? A estas alturas, Trump no es más que un presidente fracasado y todos, excepto sus partidarios más acérrimos, lo saben.

Pero, como dije al principio, Trump es uno de esos jefes de pesadilla que no saben hacer su trabajo, pero se niegan a echarse a un lado.

Y ahora, naturalmente, habla de retrasar las elecciones. Era predecible; de hecho, Joe Biden lo adivinó hace meses, suscitando las burlas de los expertos (ninguno de los cuales, anuncio, va a disculparse).

Ahora bien, Trump no puede hacerlo. El 3 de noviembre habrá elecciones. Pero lo que sí puede hacer el presidente, si pierde, es afirmar que le han robado las elecciones, que ha habido millones de votos fraudulentos, que los resultados son ilegítimos. Ya lo hizo después de perder la votación popular en 2016, a pesar de haber ganado el Colegio Electoral.

Casi con seguridad, esas bufonadas no le permitirán seguir en la Casa Blanca, aunque el proceso para sacarlo tal vez sea… interesante. Pero podrían ocasionar un gran caos y muy posiblemente actos violentos en todo el país. Y si alguien piensa que los seguidores contrariados de Trump no intentarán sabotear a un Gobierno de Biden —incluidos los esfuerzos por superar la pandemia— es que no ha estado prestando atención.

Esto es lo que pasa cuando se pone un jefe horrible al mando de un país. Y nadie puede saber cuándo se reparará el daño, si es que se repara alguna vez.

Premio Nobel de Economía. © The New York Times, 2020.

 

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