Aclaro que el título del artículo y la frase con que este se inicia, para nada retrata la actuación de “honorables personajes” que actúan en la apacible Venezuela de hoy. “un buen político es aquel que, tras haber sido comprado, sigue siendo comprable”, por alguna razón, Winston Churchill, dijo esto durante el desarrollo de la Conferencia de Teherán, celebrada en 1943, donde participaron representantes y gobernantes de la Unión Soviética, Reino Unido y Estados Unidos de América. El principal objetivo de esta conferencia era lograr la cooperación de los tres Estados para poner fin a la II Guerra Mundial. Cada uno de los líderes políticos, Lósif Stalin, Franklin D. Roosevelt y Winston Churchill, llevaba una postura política y una propuesta para poner fin a la guerra.
Sin embargo, fue la postura de Stalin la que prevaleció sobre las de los otros dos, ya que para vencer a la Alemania Nazi era necesario garantizar la cooperación de la Unión Soviética. Por esto, tanto Churchill como Roosevelt tuvieron que aceptar las exigencias de Stalin, sabiendo que si no lo tenían de su lado, la guerra podía durar más, o la repartición posguerra podría complicarse. En consecuencia, ambos gobernantes aceptaron que apoyarían al gobierno de Stalin y la modificación de la frontera entre Polonia y la Unión Soviética. Posteriormente se pusieron de acuerdo en cuál sería su plan de guerra y cómo atacarían a los alemanes.
La Conferencia de Teherán es considerada en la actualidad como la mayor muestra de cooperación que tuvieron los países aliados durante la II Guerra Mundial. Cada movimiento de los líderes tenía su precio. La Conferencia presentó problemas antes de convocarse y durante su desarrollo. El lugar elegido no parecía el más adecuado. Teherán había sido cuartel general del espionaje alemán y no se tenía la seguridad de que este hubiera sido totalmente exterminado. Vyacheslav Molotov, diplomático bolchevique, afirmó, incluso, “que se había descubierto una conjura para asesinar a uno de los Tres Grandes durante su permanencia en la capital iraní”.
Pero Stalin se mostró inflexible. No quería alejarse demasiado de Moscú y había fijado, como límite, “cualquier punto desde el cual pudiese volver en veinticuatro horas a la capital soviética”. Otro problema que agravaba la inseguridad de Teherán eran los desplazamientos dentro de la misma ciudad. La parálisis de Franklin D. Roosevelt hacía difícil esos desplazamientos, porque la Embajada de la Unión Soviética, donde se alojaba Stalin, y la norteamericana, donde se habría alojado Roosevelt, estaban muy distantes entre sí. Por el contrario, la Embajada de la URSS y la del Reino Unido de Gran Bretaña estaban muy próximas. Stalin propuso que el presidente norteamericano fuese huésped de los soviéticos, y lo consiguió.
De esta manera se consumó, de hecho, el acercamiento entre los representantes de la URSS y Estados Unidos y el distanciamiento de ambos respecto a Winston Churchill. El Premier inglés no era tan ciego como para no darse cuenta de lo que esto significaba. En ese momento pensó que el mandatario norteamericano, su aliado de siempre, tenía su precio. De allí la frase inicial de este artículo. Pero no tuvo argumentos válidos que oponer a las excusas que, sobre la seguridad y la comodidad de Roosevelt, se le dieron. “Los Tres Grandes, escribió el periodista norteamericano Raymond Cartier, eran iguales solo de cara al protocolo… Churchill, que no era querido, fue tratado como una entidad secundaria… Incluso sufrió un desplante de parte de Roosevelt cuando lo invitó a cenar, “a dos”. Roosevelt le respondió que no quería dar a Stalin la impresión de que los ingleses y los americanos estaban de acuerdo contra él, pero, todos los días, Roosevelt y Stalin tenían conversaciones de las que era excluido Churchill.
Roosevelt, que presidió la primera reunión, dejó bien claro en su discurso cuál era el propósito de la convocatoria: felicitó a sus compañeros, y se felicitó a sí mismo, de actuar movidos por la cívica finalidad de ganar la guerra. No hubo en Teherán una metodología de trabajo. Sería característico en las reuniones de los Grandes, pero nunca de manera tan acusada como en esta. Churchill, que se admiraba de ver la mayor concentración de poder mundial que se había conocido en la historia, escribió luego, francamente: “Cada uno podía plantear y discutir lo que quisiera”.
El presidente norteamericano, con menos rubor, se jactaba de que aquello fuese un comadreo político y prescindió por completo del consejo de los 77 asesores que le acompañaban. Stalin no hizo comentario alguno sobre la evidente desorganización. Era él quien la provocaba, convencido de que le interesaba más sondear a sus aliados que comprometerse con ellos. La simplicidad de algunos momentos impresiona hoy al cotejarla con las consecuencias que produjeron aquellas anécdotas. Como cuando Churchill manejaba tres cerillas para explicarle al dictador soviético la configuración de la frontera polaca de posguerra o cuando, cerrado el capítulo finlandés, preguntó Stalin: “¿Hay más cuestiones?” -“Sí, la cuestión de Alemania”, -respondió Churchill.
Era Alemania, por encima de todo, la que había convocado a la negociación a los “Tres Grandes”. Por eso, una vez introducida la materia, se manifestó la única unanimidad de la Conferencia: el exterminio de los alemanes. Aunque Anthony Eden, desde su posición de segundo en la delegación británica, quiso hacer un distingo: -“sería ridículo identificar la pandilla de Hitler con el pueblo alemán, con el Estado alemán. La historia muestra que los Hitler vienen y pasan, mientras que el pueblo alemán, el Estado alemán, permanece”-, su voz no fue escuchada.
Churchill y Roosevelt parecían admitir grados de culpabilidad. El británico creía que Prusia debía ser tratada con mucha más dureza. El norteamericano propuso un plan de división de Alemania”. En esta división, la diferencia se mostraba, evidentemente, en las consideraciones de orden industrial. Stalin zanjó la cuestión: “los alemanes son todos iguales”. A lo que se adhirió sin muchas vacilaciones Roosevelt, añadiendo que, tarde o temprano, volverían a unirse.
Stalin insistió en el control de la industria alemana y no tardó en ganar para la causa, a sus aliados, cuando mencionó el tema de la Aviación y, por supuesto, el Ejército. Esta unanimidad en el exterminio llevó al dictador soviético a un exceso verbal que molestó a Churchill y se liquidó con un chiste de dudosa gracia. Stalin, en uno de los muy numerosos brindis, que se hacían, siempre con vodka, levantó su copa: “por el fusilamiento de 50.000 oficiales alemanes”. Churchill calificó aquello de “indignidad”, y Roosevelt intentó salir del paso diciendo: “¡Bueno! ¡Brindemos solo por la muerte de 49.500…!”
Coordinador Nacional del Movimiento Político GENTE
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