Lo admito: Juan Carlos fue mi héroe. Pero hace mucho tiempo. Yo tenía 17 años en ese momento, vivía en Alemania, y estaba empezando a interesarme por la política cuando el entonces joven rey apareció en las pantallas de televisión. Fue el 23 de febrero de 1981, cuando parte de las Fuerzas Armadas y la policía española intentaron un golpe de Estado contra la aún joven democracia. Los tanques atravesaban las calles, el Parlamento había sido ocupado por los golpistas, el gobierno era incapaz de actuar.
Este rey, al que todo el mundo había subestimado hasta entonces, apareció ante una cámara en uniforme militar y en funciones de Comandante en jefe de las Fuerzas Armadas españolas ordenó a los soldados que volvieran a sus cuarteles inmediatamente. El intento de golpe de Estado se derrumbó durante la noche. Ese día, Juan Carlos salvó la democracia española.
La figura central de un cambio exitoso
Con el fin de la Guerra Fría y la caída de la Cortina de Hierro, la cuestión de cómo pasar de forma pacífica y ordenada de un sistema autoritario a una democracia también surgió en muchos países de Europa Oriental y Sudoriental. En ese momento, mucha de la atención se centró en Madrid: España había sido considerada durante mucho tiempo un modelo exitoso de transición, y Juan Carlos fue la figura central de ese cambio.
¿Por qué les cuento de las viejas hazañas de Juan Carlos? Porque estas se difuminan ante la huida del rey y los delitos reales. Y porque es precisamente la discrepancia entre el glorioso pasado y la caída autoinfligida lo que revela el alcance de la tragedia de su exilio. ¿Cómo puede alguien caer tan bajo? ¿Alguien que como joven y valiente jefe de Estado contribuyó a formar y defender la democracia española? “Humano, demasiado humano”, diría quizás Nietzsche. Buen material para una tragedia en el corazón de la realeza, diría Shakespeare.
Con la vergonzosa salida de Juan Carlos de España, que puede y debe ser vista como una huida de la Justicia española, la ventaja la tienen ahora los críticos de la monarquía. Una consecuencia lógica y buena: ¡Ningún rey puede estar por encima de la ley! Tampoco lo pueden estar los presidentes de EE.UU., a propósito. Juan Carlos debería estar ahora compareciendo ante una corte en España. Esta debería ser la forma en una monarquía constitucional moderna.
Como si estuviera por encima de todo
En algún momento, Juan Carlos comenzó a comportarse como si estuviera por encima de la ley y pudiera permitirse cualquier cosa: regañar al presidente de Venezuela, Hugo Chávez (2007), irse de safari a África, incluidas fotos de elefantes sacrificados por Su Majestad en persona (2012), toda una serie de aventuras sexuales soportadas estoicamente por su esposa, la Reina Sofía. Y ahora el actual caso de corrupción en el que supuestamente está involucrado.
Juan Carlos se fue convirtiendo en una figura cada vez más lamentable. Al igual que el protagonista de la obra de Miguel Cervantes, ya había tenido sus mejores días hace mucho tiempo y solo llamaba la atención por la vergüenza ajena que causaba. Desde hace mucho tiempo, arrollado por un mundo que ya no entendía y cuyas nuevas exigencias a una monarquía (si es que todavía se aspira a tener una), Juan Carlos ya no podía, o no quería cumplir.
Sólo el rey tiene la culpa
En una de las últimas fotos tomadas en España, Juan Carlos se observa triste y abandonado en el asiento de copiloto de su coche. Su mirada se pierde en el vacío. ¿Se dará cuenta de que ha perdido su honorable lugar en los libros de historia? ¿Y que él mismo tiene la culpa? Sí, admito que siento lástima por él, en cierto modo. Pero su caída se debió solamente a sus propios errores. Personalmente, me quedo con la triste constatación de que los héroes envejecidos casi nunca terminan haciendo una buena figura.