Seguro que has oído hablar de la vacuna rusa. Si hemos de creer a Vladímir Putin, su país ha dado con el remedio definitivo contra la pandemia, y tiene ya solicitadas mil millones de dosis por India, Corea del Sur, Brasil, Arabia Saudí, Turquía y Cuba, una singular coalición internacional de clientes. La vacuna rusa es tan segura y eficaz que hasta se la ha puesto una de las hijas de Putin, que por todo lo que sabemos sigue viva. Rusia y algunos de sus socios aseguran tener la potencia industrial para producir 500 millones de dosis del fármaco. Todo esto suena ideal. El único problema es que no tenemos por qué creer a Putin.
Los científicos rusos que han desarrollado la vacuna, financiados con fondos reservados del Kremlin, no han registrado su proyecto en la Organización Mundial de la Salud (OMS) ni han publicado una sola línea en las revistas médicas, lo que convierte su supuesto logro en un mero rumor, por más bombo que quiera darle su presidente. Putin dice que su vacuna ha superado la fase I (para comprobar su seguridad en un pequeño grupo de voluntarios sanos, como su hija) y la fase II, que también es de pequeña escala y evalúa si el fármaco induce la producción de anticuerpos en quien lo recibe.
Hasta el propio presidente ruso reconoce que no tiene aún la fase III, como es lógico, pues no ha habido tiempo material para ello. La fase III implica reclutar no a 10 ni a 20, sino a miles de voluntarios, dividirlos en dos grupos y ver si el grupo que recibió la vacuna está más protegido contra la infección por coronavirus que el grupo placebo. Eso lleva tiempo y paciencia, dos conceptos con los que Putin parece poco familiarizado.
Hay unos 200 proyectos de vacuna desarrollándose en el mundo, la mayoría registrados por la OMS. Seis de ellos llevan semanas en fase III, y pronto se incorporarán varios más.
La técnica con la que los científicos rusos han diseñado su vacuna tampoco tiene nada de original. Las vacunas tradicionales consisten en el propio virus que causa la enfermedad, solo que atenuado de alguna forma que le impida causar daños, pero todavía le permita replicarse dentro del cuerpo del voluntario, lo que ayuda a una respuesta inmunológica sostenida en el tiempo. La vacuna de Putin, como muchas otras, utiliza un virus distinto (un adenovirus) modificado con ciertos genes cruciales del coronavirus, escogidos para que nuestro sistema inmune reaccione contra ellos. Si luego llega el coronavirus de verdad, la idea es que el paciente ya tenga inmunidad contra él gracias a aquellos fragmentos genéticos. Nada nuevo.
Lo nuevo es precipitarse en la aprobación de una vacuna que no ha pasado los controles adecuados y de la que ningún inmunólogo fuera de Rusia tiene una descripción fiable. Incluso si esa vacuna funcionara parcialmente, podría causar efectos indeseados: a veces, los anticuerpos que la persona genera tras recibir la vacuna ayudan después al virus real a penetrar en las células. Algunas vacunas experimentales contra el SARS de 2003, otro coronavirus, provocan reacciones inmunes excesivas parecidas al asma. Más aún, un fracaso de la vacuna estimularía a los grupos antivacunas a intensificar sus esfuerzos globales irracionales y dañinos para la salud pública. Por eso el proceso es como es, y no como quiere Putin.