Estamos tan ocupados tratando de dilucidar si la detención y el juicio de Emilio Lozoya, exdirector de Pemex, beneficia o perjudica a López Obrador, el presidente mexicano, que se nos escapa algo mucho más importante: el hecho de que podría convertirse en un antes y un después, en términos de la corrupción política en el país. Se hacen todo tipo de especulaciones sobre el bono político que podría tener para el actual Gobierno una investigación sobre el exmandatario Enrique Peña Nieto, luego de las revelaciones de esta semana por parte del detenido, pero no parecemos advertir la trascendencia histórica que supone que, por vez primera, un mandatario pueda ser colocado en el banquillo de los acusados para que responda por sus delitos. En un régimen presidencialista como el nuestro, las consecuencias para el porvenir están a la vista. Hasta ahora no había límite a la impunidad de la que gozaba el responsable último de las decisiones sobre vidas y haciendas en México.
Lozoya y los que caigan detrás de él no son los primeros peces gordos de la administración pública que terminan en tribunales. Más aun, se había convertido en un ritual mediante el cual cada presidente que pasaba por Los Pinos intentaba lavarse la cara. Carlos Salinas (1988-1994) metió en la cárcel a la Quina, el poderoso líder del sindicato petrolero; Ernesto Zedillo (1994-2000) hizo lo mismo con Raúl Salinas, hermano de su predecesor; Enrique Peña Nieto (2012-2018) la emprendió en contra de la maestra Elba Esther Gordillo, cabeza de un sindicato con más de un millón de afiliados. Pero en todos los casos, y otros no mencionados, se trató esencialmente de ajustes de cuenta entre políticos. Desavenencias entre la élite que eran resueltas por el soberano en turno deshaciéndose de un rival y, de paso, colocándose una medalla en el pecho por un supuesto “no va más” en el combate a la corrupción. El circo mediático montado en cada uno de estos casos ofrecía réditos políticos inmediatos al presidente y, más importante aún, permitía a la élite seguir operando con absoluta impunidad tras haber purgado al ladrón en turno.
Lo de Emilio Lozoya podría romper este rosario de complicidades. ¿Por qué? Porque en todos los otros casos tales detenciones concluyeron en una negociación que privilegiaba el silencio. Ni la Quina, ni Raúl Salinas, ni Elba Esther Gordillo y mucho menos los gobernadores corruptos aprehendidos a finales del sexenio pasado, se atrevieron a revelar secretos y sacar trapos sucios de sus colegas o superiores. Y no lo hicieron porque su discreción era la condición para un trato favorable en tribunales; la omertà, famosa ley del silencio que caracterizó a la mafia siciliana. Cada uno de los políticos caídos en desgracia prefirió tragarse su condena, admitir la derrota y minimizar la pena, sabiendo que la violación del código de secrecía desencadenaría tragedias mayores. Lo que sabe Emilio Lozoya sobre el inframundo de la corrupción política es una bagatela con respecto a lo que conocen Elba Esther Gordillo o Rosario Robles, veteranas de mil batallas en materia de manipulación y financiamiento de campañas electorales. De haberlo querido cualquiera de ellas podría haber dinamitado a media clase política, exhibiendo a gobernadores, senadores y ministros. Prefirieron no hacerlo.
De allí el parteaguas que podrían significar las revelaciones de Lozoya, quien ha señalado la responsabilidad directa de Enrique Peña Nieto y su cuasi virrey, Luis Videgaray, en el desvío ilegal de 100 millones a la campaña presidencial de 2012, entre otras irregularidades. Para los que se preguntan por qué motivo Lozoya está recibiendo trato de testigo colaborador y no así Rosario Robles o un capo como el Marro, la respuesta justamente estriba en la disposición a ofrecer pruebas para develar por vez primera la corrupción en las entrañas del poder. Nada más y nada menos que iniciar la cuenta regresiva de Peña Nieto.
Los rivales de López Obrador han querido ver este affaire como una mera maniobra para reflotar la imagen del Gobierno tras la crisis provocada por la covid. Y desde luego que hay un bono político indudable en el hecho de mostrar las lacras de los gobiernos que le preceden. Enjuiciar a Peña Nieto parecía una especie de “rómpase en caso de incendio”, un recurso ante una emergencia o crisis del cual se podía echar mano y la opinión pública asume que ese momento ha llegado. Pero, insisto, lo estructural es infinitamente más importante que lo coyuntural. El hecho de que todo pez gordo que caiga en la red pueda mejorar sus posibilidades a cambio de “empinar” a sus superiores, provoca una cambio significativo en materia de corrupción. Hasta ahora los más altos cortesanos, incluyendo el soberano mismo, se sabían impunes. Estaban blindados. Bastaba no equivocarse políticamente y asegurarse de estar en buenos términos con el presidente en turno. A partir de hoy eso ya no bastará; ni siquiera para el propio presidente en turno.
López Obrador está jugando con fuego en esta materia, por más que sus rivales solo lo vean como una maniobra mediática. Primero, porque al quitarle el fuero a la figura presidencial, como lo hizo el año pasado el Congreso a petición suya, se despoja él mismo de ese blindaje y se expone a correr un riesgo similar dentro de cinco años, cuando abandone el poder. Para alguien como él, con sentido de persecución a flor de piel, quedar inerme frente a cargos penales por motivos reales o inventados no es cosa menor. Pero es un riesgo que a su juicio vale la pena si eso constituye el fin de la impunidad en el Olimpo. Y segundo, no se puede descartar que todo el tema Lozoya termine siendo un enorme fracaso jurídico, muy por debajo de las expectativas que ha levantado. Si las pruebas y testimonios del exfuncionario terminan siendo irrelevantes o insuficientes para enjuiciar a otros personajes, el descrédito y la burla en contra de la Fiscalía y el propio López Obrador será mayúscula. El costo político de haber sido “chamaqueados” por el corrupto no sería menor.
En suma, más allá del morbo que ejerce la posibilidad de poner en el banquillo a un expresidente y alguno de sus ministros en lo inmediato, hay que insistir que podríamos estar frente a uno de esos hitos que cambian la historia aun cuando en su momento no lo percibamos: el fin del presidencialismo como lo habíamos conocido.