Fernando Mires: Héroes de la democracia

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No pronuncian frases épicas, no son altisonantes, no prometen ni el oro ni el moro, no representan grandiosas ideologías ni tampoco un futuro esplendor. Son lo que son: candidatos. Pero no de cualquier tipo. Son candidatos en países en donde dominan autocracias, en naciones en donde no existe libertad de opinión, ni de reunión, ni de prensa. En países donde las cárceles están repletas de disidentes, donde los partidos políticos democráticos son proscritos y sus dirigentes perseguidos, enviados al exilio o, como ha ocurrido en Rusia, asesinados. Bajo gobiernos donde no hay condiciones mínimas para elecciones libres y cuyos resultados, como ya sucedió recientemente en Bielorrusia, están decididos de antemano.

Ellos saben que no cuentan con gran apoyo internacional, que Europa y sus gobiernos democráticos no intentarán arriesgar un conflicto con Rusia (hay mucho gas de por medio).

De la Europa económica pero no política, administrada – pero no liderada – por burócratas al estilo Josep Borrell, no tienen ilusiones los demócratas que soportan autocracias, como tampoco las tuvieron los movimientos que en 1989/1990 pusieron fin a las dictaduras comunistas. Los de hoy, sus continuadores históricos de Bielorrusia, aún pese a que la candidata Svetlana Tijanóvskaya fue expulsada del país, siguen enfrentado a tropas armadas hasta los dientes en Minsk, pero también en Brest, Gomel, Gorodno, Vitttebst y otras ciudades. Signos de un protesta que algún día podría llegar a ser una gran rebelión popular, democrática y electoral. Precisamente la que el autócrata Lukashenko teme como a la peste y, por lo mismo, intenta impedir a todo precio.

Y así y todo, los demócratas de Bielorrusia han logrado dar a conocer su gesta, desatando por doquier olas de solidaridad. Ese al fin era uno de sus propósitos. No convertirse en muñecos de gobiernos extranjeros pero sí lograr que el nombre de Bielorrusia aparezca en la prensa, en la televisión y en las redes. Han sacado al país del anonimato. Han quitado legitimidad a Lukashenko demostrando así que los autócratas y los dictadores dejan de ser legítimos solo cuando la legitimidad les es arrebatada. Cuando una ciudadanía, bien liderada decide defender el derecho más derecho de los ciudadanos, el del sufragio universal, derecho que solo se puede defender en las urnas, votando. Sin voto no hay reclamo que valga.

¿No les habría valido más quedarse en sus casas, dejar que el autócrata diera el resultado de siempre y continuar esa vida cotidiana sin política a la que se encuentran sometidos? ¿Valía la pena presentar candidatura en un país donde hace 26 años gobierna el mismo hombre que ha convertido al estado, al gobierno, a la sociedad y a la nación en una sola unidad bajo su nombre? Quizás en algún momento algunos pensaron así. O, como suele suceder, solo unos pocos demócratas no dieron su brazo a torcer. Para ellos Europa no es solo un habitat geográfico sino cultural y político. A ese habitat anhelan pertenecer, no como súbditos sino como ciudadanos.

Intentaron primero comunicarse entre sí. Sergei, el esposo de Svetana Tijanóvskaya, calificado por la prensa como “bloguero” – en términos más exactos: un político digital – se encuentra, como otros disidentes, en prisión. Svetlana, Sveta, como la llaman sus seguidores, fue un símbolo pero a la vez la persona que supo entender el instante. Sin ningún programa, enarbolando la bandera de la lucha por elecciones libres, desafiando a las tropas, a los servicios secretos y a la propia pandemia (de la que el autócrata se burlaba en el mejor estilo trumpista) condujo a su pueblo hacia los lugares de votación. En ese transcurso aparecieron nuevos rostros, nuevos dirigentes. Las elecciones – se demuestra una vez más – son la mejor escuela política.

Los verdaderos líderes son los que se forman en luchas electorales, exigiéndolas donde no las hay, participando cuando son posibles, aunque sepan muy bien que nunca las ganarán. Ellos son los héroes de nuestro tiempo. Héroes, no porque luchen por causas perdidas sino porque con su presencia testimonian que la lucha continúa, denunciando y conquistando espacios de solidaridad, de comunicación y de protesta civil. Mostrando ante ellos y ante el mundo que jamás serán doblegados por las condiciones que imponen dictaduras y autocracias.

Son los que todavía mantienen vivo el fuego de las disidencias de 1989-90, cuando Havel, Valesa y muchos más, luchaban por lo que en ese entonces parecía imposible: el fin del imperio fundado por Lenin y Stalin. Y lo hicieron levantando en todas partes el lema de las elecciones libres, participando en ellas, como los demócratas de Alemania del Este. Pues alguna vez hay que decirlo: el muro de Berlín no cayó como consecuencia de la ley de la gravedad. Si no hubiera sido por las grandes protestas surgidas frente al fraude en las elecciones comunales del 7 de mayo de 1989 el muro de Berlín nunca habría sido derribado. Dicho fraude fue descubierto por los electores organizados. Ellos, y no los que atravesaron el muro, fueron los verdaderos héroes de la democracia.

Hay dos maneras de entender la gesta democrática que se está escribiendo en la década de los veinte de nuestro siglo. Una, siguiendo el notición periodístico. De acuerdo a ese seguimiento, los sucesos ocurridos en tierras autocráticas son estampidos, cometas que aparecen en la oscuridad para luego desaparecer. La otra manera de entenderla es historiográfica, vale decir, buscando puntos de articulación entre unos sucesos con otros. Y, evidentemente, los hay.

Por de pronto, en todos ellos tiene lugar una lucha en contra de autocracias cobijadas bajo una hegemonía común, la ejercida por la Rusia de Putin. En todos, los políticos disidentes han orientado sus esfuerzos a través de la línea electoral. Y en todos, el objetivo es derrotar a las autocracias mediante votaciones masivas y – esto es lo más decisivo – no solo con números, difíciles de ser alcanzados con tribunales electorales nombrados por las autocracias, sino – como ya vimos en las imágenes televisivas de Minsk – en las calles, apelando a la opinión pública, desenmascarando a sus gobiernos como lo que son: autocracias que ejercen dominación pero no hegemonía.

Es evidente que las autocracias recurren a las elecciones no porque sufran de arrebatos democráticos sino por dos necesidades ineludibles. Por una parte tienen que demostrar ante los demás países europeos -sobre todo por razones económicas – que son repúblicas democráticas como cualquiera otra. Por otra, porque las autocracias, a diferencia de las dictaduras militares de antaño, necesitan de una continúa legitimación. Debido a esa última razón, han tendido una trampa en la cual ellos mismos suelen caer: para legitimarse requieren de una muy alta votación. De tal modo, una elección que ganen con números exiguos, o es experimentada como una derrota, o simplemente es falsificada. Fue evidentemente lo que sucedió en Bielorrusia hace muy pocos días.

Ese más de 80% obtenido por Lukashenko no lo puede creer ni el mismo. Desde el 09.08.2020 no hay periódico que no catalogue a Lukashenko como un ladrón de votos. La suya fue una victoria pírrica. O, en términos más cultos: una victoria de mierda.

Hay momentos en los que se puede ganar perdiendo – eso nunca lo entenderán los tecnócratas de la política -. Ganando en unidad y organización por ejemplo, como la que demostraron los demócratas húngaros en las recientes elecciones europeas, ante el evidente disgusto de Orbán. O aumentar la votación de modo considerable, como ocurrió recientemente en Polonia, donde entre el candidato democrático Rafal Trzakowski (49,6%) y el oficialista Andrzej Duda 50,4%), tuvo lugar un empate técnico, lo que ya hace augurar el comienzo del fin del nacional populismo dirigido por el clerical homofóbico Jaroslaw Kaczinky. Y no por último, como en Estambul, donde gracias a una excelente campaña, el candidato socialdemócrata Ekrem Imamoglu logró arrancar la capital turca de las crueles manos de Erdogan.

Lo que en estos momentos está ocurriendo en Bielorrusia no es un hecho aislado. Es un capítulo más de una historia europea en donde tiene lugar una guerra política a fuego cruzado. Por un lado Putin moviliza desde Moscú a sus partidos ultraderechsitas, confesionales y homofóbicos. Por otro, las huestes democráticas avanzan en los interiores de naciones aún dominadas por autócratas. Democracias contra autocracias, esa es la contradición fundamental de nuestro tiempo. Y no solo en Europa.

Los demócratas compiten, por cierto, con muchas desventajas. No solamente carecen de apoyo internacional activo. También deben lidiar con la abstención de ciudadanías temerosas y apáticas pero, sobre todo, con abstencionismos militantes. Los que esperan que para votar se requiera de condiciones óptimas. Los que imaginan que sin votos, la presión internacional derribará a sus autócratas. Los que afirman que bajo dictadura no se vota. Los dignos, los puros, los antipolíticos de siempre, pero también, no hay que olvidar, los que terminaron por acomodar sus intereses bajo los techos de dictaduras que dicen negar. Para ellos, o les es garantizado un triunfo sin luchar, o no votan. En el fondo imaginan que cada elección es un simple asunto de ganar o perder. Y claro que lo es, pero es mucho más.

Las elecciones son eventos multitudinarios, acontecimientos plenos de contingencias. La demoscopia ha demostrado por ejemplo que la votación a partir de hechos inesperados, puede volcarse a uno u otro lado de modo sorpresivo pocos días antes de una elección. En las elecciones los políticos, o los que quieren serlo, aprenden a comunicarse con la gente, a conocer los problemas desde cerca, a establecer relaciones de empatía. Y no por último, las elecciones son claras muestras de que, por muy reprimida que esté la gente, siempre habrán seres dispuestos a representar sus intereses, seres que no claudican ni capitulan, que defienden los pocos espacios conquistados, que no se entregan a los arbitrios de poderes externos.

Esos seres no portan espadas ni fusiles. Solo tienen dos armas: la palabra y el voto. Son los héroes de la democracia.

 

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