A razón de mis años, que son ya muchos, conozco cortesanas de medio mundo y todas guardan la misma sensación fofa y dulzona, la idéntica impresión de cansancio de aquella primera meretriz que nos tumbó sobre una tierra inclinada y húmeda en un recodo del camino, bajo la tapia del cementerio, en el apretado barrio del Llano del Medio, en el Gijón asturiano de mi juventud.
Fue un deseo desgarrado el cual dejó sobre la piel un olor a brillantina pegajosa que tardó días en desaparecer. Nos bañábamos mañana y tarde y seguíamos oliendo a lupanar, a noche recubierta de desliz, a conciencia escabrosa o inocencia perdida.
La segunda vez el acto lascivo fue más sereno. A la muchacha tierna, dócil como retama, le salían de su rostro ovalado, blanco cual leche cuajada, dos ojos encendidos, negros y profundos, dejando en el joven que yo era una envoltura de cadencia que aún hoy, cuando lo recuerdo, trae a mi encuentro el arrebato de una inflamada ilusión.
Ignoro si me enamoré, ya que al costado de la efusión no había cicatriz alguna, sí una tenue evocación, y algunas noches, entre el aislamiento del hastío, sentía su respiración sobre mi rostro y el cuerpo retemblar como si le envolviera la fiebre de heno.
Habiendo hace tiempo cruzado el epicentro de la vida -o lo sobrante de ella- el amor a plazos con tarifa fija, sediento como pocos, medio a hurtadillas, pero incomparable por lo que guarda de gozo prohibido, es ya dentro de nosotros como el reposo del guerrero que antaño hizo batallas entre sábanas de lino a la luz de una palmatoria, y ahora sólo saborea sombras en flor, cadencias idas.
Con el paso de los días parsimoniosos, las pasiones – buenas o virulentas y hasta las indiferentes e insípidas- se van pegando a uno hasta forjar la capa callosa que recubre la llamada experiencia, pero en realidad es pesadumbre unida fatalmente a sueños truncados, anhelos no conseguidos e infortunios sin término.
Es, sin duda, la vida al desnudo tal como ha sido siempre.
Aún así, no habiendo aún llegado a ser mi persona oscuridad sin contornos, sigue sintiendo por estas mujeres envueltas en luz de gas en rincones repletos de luciérnagas, una ternura dulcificada. Y es que las cortesanas de la noche, al ser todo en ellas avidez y ritmo, sangre encendida y sudor pegadizo, conocen, a la hora del alba, a los hombres sedientos como uno y ven en nuestra mirada la melancolía de la pasión juvenil rota y los sueños truncados.
Son ellas, igual a uno, aves haciendo nido en un viejo palomar.