Las elecciones a cargos públicos o de connotación oficial, amañadas o no, son eventos políticos y humanos trascendentes. Hasta las de los Papas lo son, y cómo. Precisamente porque la escogencia entre opciones personales siempre tendrá un rasgo de ambición próxima y terrenal que es difícil ocultar. Ni que decir tiene cuando en estas ni tan civilizadas batallas se toma posición dudosa frente a alternativas excluyentes, perdiendo así neutralidad por error o convicción. La credibilidad, que es sutil y trabajosa telaraña, se pone en riesgo.
Dentro de ese contexto y según nuestra particular lectura, es que nos ha llamado tanto la atención el contenido del Comunicado emitido por la Presidencia de la Conferencia Episcopal Venezolana de fecha 11 de agosto del corriente, y también el efecto confrontacional que ha tenido el mismo en el seno de lo que queda de la opinión pública venezolana.
En primer lugar, habría que resaltar nuestra extrañeza y confusión frente al mismo tono y redacción del citado comunicado que llama la atención por su inestabilidad emotiva, supuestamente de interés pedagógico, que lo hace ir bamboleante en aparatoso zigzag, dejando una sensación de duda, sospecha e interrogación entre quienes lo leímos interesados. Por lo visto, el gobierno ni chistó.
En segundo lugar, si lo que se proponía el mencionado comunicado era socorrer de consejas, públicas y en público, a la acción política de la oposición venezolana, malograron su objetivo ya que se mira en el cotarro el grado y nivel de respuestas esgrimidas de repudio y rechazo por el ingrediente confrontacional conflictivo que produjo y agrega al hipersensibilizado estado de ánimo de los venezolanos. Pero de que rompió un letargo a fuerza de avispero pareciera que sí. No siempre idénticas medicinas produjeron idénticos efectos. Y el infierno está lleno de buenas intenciones.
El tercer aspecto que quiero resaltar es el de la falta de ponderado tino de sus autores, redactores y retractores, en el tratamiento de temas tan controversiales y urticantes como los que allí se tocan de manera no solo inconveniente sino además confusa, quedando poco espacio para la objetividad de las respuestas.
Hay allí, en ese texto apocalíptico, un paternalismo regañón equivocado entre los pastores del rebaño que mal entienden que, si bien es cierto que la nuestra es una sociedad huérfana y menesterosa, su papel institucional debe ser el de sincero protector espiritual y solidario garante de la empobrecida y enmudecida sociedad venezolana de sus tan expresas y solícitas angustias. Fe, esperanza y caridad deben ser nuestras virtudes teologales.
El cuarto elemento es el de llamar la atención sobre ese tan peligroso hecho, típico de las sociedades atrasadas, en donde las responsabilidades, compartimientos y actividades, en la que cada uno cumple específica función, son invadidas por la presencia intimidatoria y tantas veces altisonante de otros.
La sociedad venezolana requiere en estos momentos de apoyo y consideración, y contamos para ello como siempre con nuestra iglesia católica y demás amantísimos siervos.
Recomiendo a estas alturas la lectura de “La jornada de un interventor electoral” de Ítalo Calvino, que llegó casualmente a mis manos en estos días de preocupante pandemia.