Blanquita Pérez en la plaza de toros, por Milagros Socorro

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Carlos Andrés Pérez mira hacia arriba no porque el torero que acaba de lanzarle la montera esté en el punto donde se fijan sus ojos, sino porque allí está la gente enfervorecida. Al dedicarle el toro, el matador le arroja el bonete que, en aceptación del honor, debe pillarse en el aire. Eso es lo que acaba de ocurrir. El fotógrafo, cuya autoría ignoramos, capta el momento en que Pérez saluda, con su característico gesto, a la multitud que lo ovaciona.

A su lado está Blanca Rodríguez, nacida, como él, en Rubio, estado Táchira, el 1 de enero de 1926 (tres años y medio después que él), y con quien se casó el 10 de junio de 1948, después de seis años de noviazgo. Curiosamente, ella es la única que está bien enfocada en la imagen. Los demás parecen personajes secundarios. Incluso, Pérez, cuyo rostro y mano derecha aparecen levemente desvaídos.

A la derecha de Blanca de Pérez está el ganadero y empresario apureño Renato Laporta Guarino, esposo de Olga Rodríguez Otálora, hija del general Heliodoro Rodríguez, cónsul de Colombia en el Táchira y tío de Carlos Andrés y de Blanca. La pareja Laporta Rodríguez eran compadres de los Pérez Rodríguez (padrinos de su hija Marielos) y sus anfitriones, en su casa en la avenida de 19 de abril, en San Cristóbal, cuando los Pérez viajaban al Táchira. En la segunda fila, de izquierda a derecha, se ve a Carlos Canache Mata, parlamentario adeco; y luego, un hombre cuya identidad no hemos establecido.

En la tercera fila está Simón Alberto Consalvi y a su lado, de pie, la esposa de este, Josefina ‘Mimina’ Carrero Prato. Detrás de Peréz está su edecán, el mayor (Ej.) Hugo Adonay Chirinos Romero, quien había sido Alférez Mayor de la promoción Pedro León Torrez  (1956-1960) y sería edecán de Pérez por dos años.

El escenario es la Plaza Monumental de Toros de Pueblo Nuevo, en San Cristóbal. Al fondo, en el borde superior de la foto, se ve el logo del Banco de Maracaibo, con su tradicional tipografía. El Táchira era, después del Zulia y por encima de Caracas, el segundo mercado más importante para el Banco de Maracaibo.

Imagen del Archivo Fotografía Urbana
Imagen del Archivo Fotografía Urbana

Enero de 1975

La ocasión es la Feria Internacional de San Sebastián, que se realiza durante la segunda semana de enero. Y el año debe ser 1975. En enero de 1974, Pérez era presidente electo; entraría en funciones dos meses después, el 12 de marzo de 1974. Ese mismo día, Pérez nombró a Simón Alberto Consalvi ministro de Estado para la Información. De manera que en la siguiente Feria de San Sebastián, la de 1975, Consalvi era miembro del gabinete, rango que no tendría al año siguiente, puesto que renunció el 15 de octubre de ese año porque se le había presentado un serio problema familiar. A su hija Silvia Consalvi Carrero, de 14 años, le fue diagnosticado un sarcoma osteogénico de pronóstico muy grave. En busca de la mejor atención médica posible, Consalvi y su familia se instalaron en Nueva York, circunstancia que empleó el presidente Pérez para nombrarlo representante permanente de Venezuela ante la Organización de las Naciones Unidas, equipo que también integró Horacio Arteaga Acosta. La niña falleció el 9 de septiembre de 1977, a los 16 años. Ese año, 1977, Consalvi regresó al país al ser designado ministro de Relaciones Exteriores.

En resumen, en enero del 74 Pérez no se había posesionado del cargo y en el 76 ya Consalvi era embajador en la ONU, retenido en Nueva York no solo por sus funciones sino por la enfermedad de su hija. Esta foto debe ser, pues, de enero de 1975. Pasaría mucho tiempo para que Mimina Carrero volviera a sonreír así, como esa tarde de enero, cuando saltó de su asiento para ver la atrapada de Carlos Andrés y ser testigo del rugido de placer que brotó de las gradas.

Pero la estrella de esta fotografía es Blanca Rodríguez. Acaba de cumplir 49 años. Se encuentra en la cúspide de su vida. Es evidente que las amadas brisas del Torbes le sientan bien. Se nota en su espléndida cabellera, en la sonrisa que le marca esos hoyuelos de mujer bien querida y en esa especie de estremecimiento de los hombros que le arruga el lino del rojo traje, recorrido por delicados calados. Está en San Cristóbal y es la primera dama de Venezuela. Quién iba a decirlo. La misma muchachita que tuvo que marchar al exilio apenas recién casada, la que soportó los allanamientos y las persecuciones. Se ha comido las verdes y ahora va a comerse las maduras. Llama la atención que mientras todas las miradas se centran en Carlos Andrés, la de ella se escurre hacia el borde de la foto, como si aún en el júbilo ella mantuviera la prevención ante los asedios que pueden sobrevenir por las esquinas.

Ella lo quería, quizá demasiado

—Ella lo adoraba -dice Gavriel Peretz, el nieto mayor de la pareja, hijo de Martha, nacido en Caracas, el 17 de agosto de 1973-. Ellos se llevaron muy bien como pareja hasta el año 81 u 82. Al final del primer gobierno, todo se descalabró, pero ella lo siguió queriendo. Para ella era fundamental el hecho de que habían comenzado todo juntos, que así habían salido de Rubio y afrontado tantas cosas. Ella le fue muy leal. Organizó su vida en torno a él. Fue una gran madre, pero su prioridad era su marido, la carrera de su marido. Ella se volcó en ser la esposa del ministro, acompañarlo a reuniones, apoyarlo en sus compromisos. Su hermana, mi tía Ana Isabel, estaba siempre en casa, con los niños.

Gavriel Peretz es profesional de Mercadeo. Trabaja en un bufete en Londres, donde vive desde hace 15 años. «Siempre fui muy apegado a mis abuelos. Viví en La Casona, en el primer gobierno, por año y medio. Me llevaban a los desfiles. A partir de los 12 años empecé a detectar ciertas inconsistencias en el comportamiento de mi abuelo y me distancié. Yo me sentía defensor de mi abuela y le escribía cartas a él para comunicarle mis objeciones a su comportamiento. Dejé de hablarle cuando se fue de Venezuela y trató de impulsar un proceso de divorcio que no logró llevar a cabo. En 1998 emigré a Israel. Por mucho tiempo no hablamos. Volvimos a establecer contacto en 2003, cuando me fui a casar y él me llamó para felicitarme. Era la primera vez que hablábamos en cinco años».

—Mi abuela -sigue Gavriel- era el epítome de la dignidad. Sus nietos la admiramos por su resiliencia, su modestia, su humildad, su resistencia, su valentía y su amor y dedicación al país. Ella iluminaba los recintos donde entraba. Recientemente hablé sobre ella en mi sinagoga y conté una anécdota de cuando yo tenía 14 años y estaba regresando de un viaje con mi abuela. Llegamos a Caracas con un montón de maletas y paquetes. Ella me dijo que yo tenía que ayudar con el equipaje y yo vi que el chofer y los escoltas estaban descargando, así que le dije a mi abuela: “Por qué, si están estas personas haciéndolo ya. Ese es su trabajo”. Es la única vez que vi a mi abuela verdaderamente brava conmigo. “No sea usted tan arrogante y flojo”, me regañó. “Vaya y ayude. Cómo se le ocurre”.

—Ella sabía cuál era su puesto. Sus marcos en la vida eran lo correcto y lo incorrecto. Por eso, se mantuvo tan firme mientras mi abuelo tenía una conducta escandalosa en lo personal. Ella se mantenía imperturbable, haciendo lo correcto. “Carlos Andrés verá lo que hace. Yo soy su esposa, la madre de sus hijos”, solía decir.

Desde luego, la traición de mi abuelo la hirió, pero nunca perdió la serenidad. Ella lo quería. Demasiado, creo yo. Guardaba las cartas de amor y las fotos que habían intercambiado. Ella pensaba que él estaba siendo manipulado por los aduladores, que él había caído en una trampa. Le dio el beneficio de la duda por demasiados años. Y siempre se condujo de manera educada, suave, con él, incluso cuando él empezó a mostrarse seco y huraño. En los primeros años 80, recuerdo que él llegaba de la oficina como a las 9 de la noche y se ponía a ver películas viejas; y no le hablaba a ella. Mientras, ella hacía como que nada estaba pasando. Seguía muy tranquila y dueña de sí misma. Es impresionante lo que aguantó, habida cuenta también de que enfrentaba las enfermedades de mis tíos. No era perfecta. Tenía arranques de mal genio.

«En cuanto a él», concluye el nieto, «era como dos personas. Por un lado, era Tatén, el muchacho de Rubio, el que no concebía su vida sin ella, el que adoraba estar en familia, invitar a sus hermanos, cuñadas y sobrinos a almorzar con nosotros en “Sotaymar; y por el otro, era CAP, el político, rodeado de gente astuta. El enfrentamiento entre Tatén y CAP se prolongó por muchos años. Al final, CAP ganó».

Se separaron en 1997. Él se fue. Al principio, para un apartamento en La Castellana, y ella quedó en La Ahumada, hasta el 5 de agosto pasado, cuando se fue por una esquina, decorado con una flor de oro el corazón que por décadas ardió de amor a un hombre y a un país.

 

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