Orlando Araujo se hubiera huracanado de enterarse que la bienal literaria que lleva su nombre se realizó en formato digital. Hombre que cantó a la tentación de la carne sin perdón de los pecados, creyó en la palabra que se palpa y la prosa que respira. Crítico literario él mismo, rehusaba objetivar la creación para estudiarla. Sobre todo, como en el caso de Alberto Arvelo Torrealba, autor de Florentino y el Diablo, cuando la poesía “ha dejado de ser literatura y se ha hecho naturaleza diaria”.
Pero la pandemia impone su tiranía y creadores de todos los confines encontraron la forma de burlarla y acudir a la cita con Orlando. Al fin, si aguzamos la sensibilidad, en el fondo de una “red social”, por mucho que la hayan pervertido, podemos descubrir el “puñal de una laguna”. Al igual que si en la tierra muerta de los cementerios, Eliot y abril engendran lilas, también entre la basura que circula por la internet pueden florecer las campánulas azules que despertaban a Orlando en la neblina.
Fue esta bienal como la fiesta de Blas, pero sin tragos de menos ni de más, en medio de una embriaguez de poemas, cantos, contrapunteos, bambucos, cuentos, silencios y viejas historias de amores y violencias. A diferencia de las presenciales, allá en Calderas, en el piedemonte, en esta no había horario ni límites en el derecho de palabra. Y allí estaba la voz de Orlando, hablándonos de Dios y de los hombres, por los “caminos que andan” de su inagotable creatividad, bajando del páramo de Niquitao y volviéndose río, llano adentro, detrás de la maleta de su padre, su compañero de viaje, “que iba sola, aguas abajo”.
Impresionaba aquel gentío, de todas las edades, que entraba y salía al espacio virtual que abrieron los organizadores de la IX Bienal Literaria Orlando Araujo. ¡Cuánta gente quiere a este hombre de montaña y llano!
Una vez, Gabriel García Márquez confesó: “Escribo para que me quieran más mis amigos”. Igual lo dijo Orlando al confesar que sus letras están “hechas en el amor de mi tierra y de mí pueblo y las cuales después de mi muerte seguirán sobre la misma tierra, frescas como un río de aguas que no contaminó la amargura”. A ese río amoroso vinieron a compartir caminantes de todos los rincones, quienes te saludaban con aquel grito tan tuyo: ¡Amigo mío!