Marks & Spencer es una cadena británica de grandes almacenes. En junio, debido a la caída de ventas que produjo la pandemia, anunció que suprimiría más de 1.000 puestos de trabajo. Quizás distraída por la hecatombe económica, la empresa cometió lo que algunos ven como un “fallo” y otros querrían ver como un “fallido”. Hace algunas semanas, los veteranos británicos de la guerra de las Malvinas, el conflicto bélico que tuvo lugar en el Atlántico Sur entre la Argentina y el Reino Unido en 1982, manifestaron su indignación al descubrir que Marks & Spencer había fabricado globos terráqueos en los que aquellas islas, cuya soberanía la Argentina reclama, figuran con el nombre de Malvinas y no con el que le dan los británicos: Falklands. Los veteranos atribuyen el hecho al resultado de “décadas de desinformación” por parte de la Argentina, asumiendo que las “décadas de desinformación” producidas por un país periférico son más potentes que las presumibles “décadas de información” producidas desde un país central. Marks & Spencer respondió que se trataba de “un objeto decorativo”, sugiriendo que “decorativo” equivale a “inexistente”. En una columna publicada hace poco en el diario Perfil, el escritor argentino Martín Kohan decía que, como lo había advertido Sigmund Freud, “empezamos a ceder en las palabras y terminamos por ceder en la cosa misma”. Quizás los británicos hayan leído a Freud y sepan de esa conexión invisible entre las palabras y las cosas. Las palabras no son “objetos decorativos”. Producen realidad.
El 11 de febrero de 2020, la Organización Mundial de la Salud calificó finalmente al brote de coronavirus como “pandemia”, y bautizó a la enfermedad como “covid-19”. No fue una decisión improvisada: la OMS sigue un manual de buenas prácticas que indica cómo nombrar a las nuevas enfermedades para “minimizar los impactos negativos de los nombres en el comercio, los viajes, el turismo, el bienestar animal y evitar ofender a algún grupo cultural, social, nacional, regional, profesional o étnico”. Eso que ya empezaba a mentarse como “fiebre de Wuhan” o “neumonía china”, estigmatizando a una nacionalidad específica, se designó con una sigla desinfectada, evitando nombres como gripe española o enfermedad de Hansen (que es el nombre “elegante” de la lepra). No parece existir la misma preocupación por parte de los Gobiernos y sus comités de asesores en torno a la naturaleza del léxico empleado para referirse a los individuos que padecen o podrían padecer la enfermedad. El 8 de abril pasado, la doctora Pilar Mazzetti, que aún no era ministra de Salud de Perú, dijo en Arequipa: “Esta es una guerra, y es una guerra atípica. Porque cada uno de los que está aquí sentado es un soldado y es el enemigo. Somos el enemigo porque tenemos la capacidad de pasarle el virus a las personas que están cerca y somos los soldados porque también tenemos la capacidad de no pasar el virus (…) ya no somos trabajadores de salud, ¡somos los soldados de las Fuerzas Armadas de la Salud! (…) ¡Esta es una guerra! Y recuerden: somos el enemigo y somos soldados”. No está sola en el uso de ese lenguaje que pone el foco en el cuerpo como arma y como peligro. Los funcionarios públicos y los infectólogos utilizan, en torno a quienes padecen o podrían padecer la enfermedad, un glosario significativo: “sospechosos”, “portadores asintomáticos”, “portadores”, “supercontagiadores”, “superdispersores”. El remedio es “aislar, confinar, denunciar”. Los conductores de programas periodísticos llaman, a quienes no cumplen con el confinamiento, “irresponsables” o “asesinos”. Las consecuencias de la irresponsabilidad de estos sujetos se mencionan con palabras mayores: “letalidad”, “colapso”. En todas partes, individuos diagnosticados con covid-19 y trabajadores de la salud fueron agredidos por vecinos que apedrearon o quemaron sus casas y sus autos, llamándolos “apestados”, exigiéndoles que abandonaran su barrio o su ciudad. Son acciones que podrían relacionarse con la palabra “miedo”. Sería ingenuo buscar las causas de ese miedo sólo en el temor atávico a la muerte.