Bielorrusia (o, más correctamente, Belarús) ya es otra. El bastión del inmovilismo postsoviético, el país que parecía alérgico al cambio, ha despertado por fin. A pesar de la brutalidad de la represión, una cantidad inédita de gente se ha echado a las calles de todo el país para decir basta. Las protestas además son socialmente transversales y llegan a las fábricas y al campo, más allá de las élites urbanas. No son las primeras manifestaciones de descontento, pero sí las primeras de esta magnitud y profundidad. En los últimos años varias señales sugerían un malestar creciente e indicaban que, pese a su fama de conformista, la sociedad bielorrusa quería cambios.
Después de 26 años de aceptación tácita, nadie se esperaba una reacción de esta magnitud ante la manipulación burda pero habitual de las elecciones. Por ello, acostumbrado a que su maquinaria bien engrasada le devolviera sin problema ese ochenta y tanto por ciento de votos que todos sabían que le gustaba, Lukashenko ha tardado en reaccionar. Sencillamente no estaba preparado para ello. Tampoco lo estaba la oposición, que ha tenido que improvisar mucho para liderar y canalizar un movimiento tan masivo. Y el umbral de resistencia de la gente es uno de los principales interrogantes ahora. Es difícil imaginar qué puede hacer la oposición para resistir el manto de represión e intimidación que está extendiendo Lukashenko, quien ha dejado muy claro, fusil en mano, que no aceptará ningún diálogo ni nuevas elecciones, el único punto concreto del programa de la oposición e, indudablemente, la única manera para salir de forma pacífica y democrática del impasse actual.
Y tampoco estaba preparado el Kremlin, acostumbrado a mirar a los bielorrusos por encima del hombro y aquejado del complejo de superioridad que le caracteriza en su trato con todos sus vecinos exsoviéticos. Por ello, ha resultado muy llamativo el perfil bajo adoptado inicialmente por Rusia, varios de cuyos medios, incluso los más próximos al Kremlin, mostraron inicialmente simpatía por los manifestantes y criticaron a Lukashenko. Así, medios y analistas del régimen no se echaron a la yugular de los manifestantes, llamándoles fascistas y golpistas como a los ucranianos del Maidán. Esta vez, esta acusación —que ningún hecho apoya, pero que repiten algunos en Europa y demasiados en España, ignorantes de su propia ignorancia pero seducidos por el espejismo— se ha demorado unos días en llegar. Pero, ahora, es lo que corean los partidarios de Lukashenko y los medios rusos afines al régimen.
Resulta evidente que Moscú ha tardado en tener claro el camino a seguir, excepto respecto a una cosa: Lukashenko ya no les sirve, se ha convertido en lo que Pilar Bonet en estas páginas ha llamado un “juguete roto” que, ahora, fracasado e incapaz de recuperar el control, solo estorba. Pero mientras no encuentre al sustituto necesario para sus intereses, alguien que pueda presentar un mínimo de ilusión de legitimidad (tal vez, incluso, alguien dentro de la oposición), el Kremlin ha empezado a preparar el terreno para ejercer una mayor presión y, llegado el caso, incluso una coerción más contundente sobre Minsk.
Ahora bien, ¿necesita Rusia invadir Bielorrusia si ya está dentro del país? El Kremlin ha subvencionado —y, por ende, controlado— durante años con precios ventajosos la economía bielorrusa, en particular sus necesidades energéticas. Su influencia es también muy fuerte, tanto por el uso de la lengua rusa, el seguimiento de sus medios de comunicación como por el peso de la mentalidad soviética. Pero además, Moscú puede desplegar sin necesidad de disimular uno de sus armas más eficaces, la desinformación en los medios públicos de comunicación bielorrusos, operados ahora por “especialistas del Kremlin” y “periodistas” rusos que el aún presidente Lukashenko dice haber invitado.
Atrás quedan los tímidos intentos de independencia respecto a Rusia que Lukashenko había desplegado justo después de la anexión de Crimea para demostrar a sus conciudadanos que la soberanía de su país ni estaba en peligro ni abierta a negociación. Fue una época en la que, según Arseny Sivitsky, director de un instituto en Minsk con buenas relaciones con el Ministerio de Defensa bielorruso, se habían multiplicado “diversas formas de presión militar, política, económica e incluso informativa sobre Bielorrusia desde el Kremlin” con el objetivo final de “obligar a las autoridades bielorrusas a hacer concesiones estratégicas que garanticen los intereses rusos y socaven la soberanía nacional y la independencia de Bielorrusia”. En ese periodo, la encuesta de un instituto sociológico de Minsk mostraba en 2016 la importancia de la independencia para los bielorrusos: mientras en 2009, un cómodo 42% apoyaba una unión con Rusia, a finales de 2014, en cambio, se declaraba en contra hasta un 54% de los encuestados.
La Unión Europea tiene, de momento, poco margen de maniobra más allá de una política de sanciones selectivas y de apoyo a la sociedad civil y a la oposición con recogida de fondos de solidaridad, etcétera. Pero Moscú da por sentado que la UE no tiene ni voz ni voto en lo que pueda pasar dentro de Bielorrusia y eso no debe ser ni aceptado ni permitido por Bruselas. La mera idea de que la UE contribuya a que los bielorrusos puedan tener las condiciones necesarias para decidir por sí mismos libremente es ya, a ojos de Moscú, una interferencia: así que o se aceptan las condiciones del Kremlin o la UE empañará los valores que debe defender, más aún tratándose de un país en el corazón del continente europeo. Un primer paso simbólico, pero importante sería dejar de llamar al país por su nombre rusificado. No en vano los medios controlados ahora por los “periodistas” rusos vuelven a usar esa variante que remite al dominio ruso durante el zarismo y el periodo soviético. Bielorrusia no es la “Rusia blanca”, apéndice de la gran Rusia, como esta grafía induce a pensar, sino la “Rus blanca”, siendo esta última la cuna de los eslavos orientales (ucranianos, bielorrusos y rusos). Por tanto, tal vez sería hora de devolverle al país el nombre que adoptó en el momento de su independencia en 1991 y ha mantenido hasta ahora, Belarús.
Ningún proceso revolucionario, y Bielorrusia está pasando por uno, es lineal y resulta todavía prematuro pronosticar la victoria de unos u otros. Ahora bien, el problema para el Kremlin es que, a él también, se le están amontonando las dificultades internas: sus propios movimientos de protestas ciudadanas en Siberia y otros territorios, elecciones regionales inminentes que ganar y opositores a los que envenenar, los pozos económicos sin fondo que representan las conquistas antaño gloriosas (anexión ilegal de Crimea y mantenimiento del Donbás ocupado), pero que ya no movilizan a las masas alrededor del gran líder, y todo ello en un momento nada boyante de su economía. Pero también se enfrenta a un reto externo creciente que no puede explicar culpando al comodín llamado “Occidente”. El Kremlin se está quedando solo en Europa del Este: tras Georgia, Moldova, Ucrania y ahora Bielorrusia, la legitimidad de su papel hegemónico en su entorno regional se está resquebrajando porque aparece cada vez más clara su verdadera naturaleza, dominación encubierta de integración. Todos esos momentos de lucha nacional son avances en la descolonización que se inició al derrumbarse (por méritos propios) el sistema soviético, pero que aún está lejos de haber concluido.
Investigadora sénior asociada del CIDOB.