En las páginas de “Marat- Sade” – drama de tres actos de Meter Weiss -en el cual se recrea la persecución y asesinato de Juan Pablo Marat representada por el grupo teatral del Hospicio de Charenton y dirigido por el libertino Marqués de Sade, la locura, la soledad, o ese duermevela llamado lucidez, se entretejen y desdoblan en facetas en pos de la realidad confusa, etérea y distante.
En los geriátricos de Venezuela, semejantes hoy a los muros de Charenton, los días son inexorablemente siempre iguales: largos, monótonos, diluidos en titubeos y somnolencias.
Alguna vez hay una visita familiar solitaria, pero inexorablemente cada fin de semana, igual al sonido tétrico de una oración fúnebre, llega un zumbido de sectas religiosas empeñadas cada una en salvar estas almas que hace anales, desde el mismo día en que fueron encerradas a cal y canto, andan por los andurriales del cielo hablando directamente, sin intermediarios, con Jehová, Dios o Alá.
Viven indisolublemente sus espíritus envueltos en olvidos, una especie de niebla cuajada de silencios, pero al ver una visita, sus rostros curtidos, algunos secos y rígidos como momias, parecen despertar de un adormecido letargo.
En cada uno de eso asilos femeninos que solemos visitar, siempre hay una anciana igual a una crisálida; otra es un pedacito de algodón apretujado en ovillo de lana blanca; varias están tullidas; otras totalmente ciegas; dos, despiertas y traviesas como niñas en flor, ríen y hacen muecas sin fin; una, perdida por los ensortijados senderos de la ausencia, mira permanentemente al infinito, como si navegara al encuentro de la Estrella del Sur, allí donde Joseph Conrad dice que se halla la eternidad y Marguerite Yourcenar sitúa el mar azulino.
En nuestras visitas, al despedirnos, después del necesario acerbo ceremonial, donde no faltan besos, guiños ni escamoteos, una anciana seca, enjuta, de ojos fijos, pero vivarachos, nos despide con un prolongado… “¡Dios le acompañe!”, y uno siente la presencia de un ramo fresco de azucenas y alhelíes llevado a los labios, mientras el repiqueteo de unas lejanas sonajas conventuales nos recuerdan al introvertido ser que mora en nosotros, taciturno, misántropo y cascarrabias sin remedio.
En dichos cobijos quejumbrosos del país, inapelablemente la vida pasa “como las nubes, como las sombras…” de la que hablaba Tomás de Kempis, y es que dentro sus muros desencajados, la presencia de la soledad alarga amargamente el yermo de la subsistencia y la envuelve en un sufrimiento desgarrado.