Me hacen falta muchas cosas pero no sé cuáles son. Desconecté, como un módulo desprendido de una nave, y orbito un planeta que soy yo misma, mudo, sordo, a veces ciego. Con un núcleo en llamas. Me hace falta incluso lo que me molestaba. Me hace falta el cansancio que me producían los viajes de trabajo, me hace falta la urgencia, me hace falta decir “no podré ir porque en esa misma fecha tengo que estar en Cali/Guadalajara/Berna”, me hace falta un vuelo demorado por causas climáticas, un anfitrión demasiado intenso en una ciudad desconocida, la mala conexión de wifi en los hoteles. Me hace falta un río. Me hace falta todo lo que parecía normal, y a veces parecía tan poco y era tanto. Me hace falta la cena en aquel restaurante de Barcelona mientras afuera hacía frío, me hace falta la conversación con M. junto a aquella piscina del trópico, me hace falta el cuarto de Bogotá donde leí un libro de Giorgio Agamben sentada en una silla color celeste cansado, me hace falta la soledad impersonal de los hoteles, me hace falta caminar bajo el aire fatídico de la Ciudad de México con C., me hace falta el acento chileno de A. y su voz de mujer fatal recién salida del sueño, me hace falta el olor astringente del pasto en el campo, me hace falta la nostalgia lisérgica que me produce abrir las puertas de los placares de la habitación de mi infancia que está a 250 kilómetros de donde vivo, me hace falta la ruta, me hacen falta el zoo de Berlín, la iglesia mutilada de Berlín, la puerta de Brandeburgo, me hace falta el barrio de las Letras en Madrid, me hace falta Madrid, me hacen falta M. y D. en Buenos Aires en el mes de agosto, me hace falta el menú de películas de los aviones, me hace falta aquel balcón de Cartagena, me hacen falta el aburrimiento en los aeropuertos, el olor del free shop, de la sala de embarque, la insolvencia de las almohadas de hotel.
Ayer bajé a la calle. Barbijo, carro de compras, zapatos de andar por ahí. En el umbral del edificio había un hombre desastroso, con varias bolsas en las que llevaba lo que tenía para vivir en la calle. Conozco a los mendigos del barrio. Este era nuevo (uno de los nuevos). Lo saludé, le pregunté qué necesitaba. Me dijo: “Nada, estoy bien”. Me quedé azorada. ¿De verdad estaba bien?, ¿cómo era posible? No insistí y me fui a hacer las compras. Cuando volví, el hombre ya no estaba.
Oxfam Internacional publicó un informe según el cual la pobreza causada por la pandemia será más mortífera que el virus: “Según las estimaciones, en 2019 había 821 millones de personas en situación de inseguridad alimentaria, de las cuales aproximadamente 149 millones sufrían hambrunas de nivel de crisis (…) El Programa Mundial de Alimentos estima que el número de personas que sufren hambrunas de nivel de crisis se incremente hasta alcanzar los 270 millones antes de que acabe el año; se calcula que el 82% de este incremento tendrá su origen en la pandemia. Esto significa que, antes de que acabe el año, podrían morir de hambre entre 6.000 y 12.000 personas al día a consecuencia de los impactos sociales y económicos de la pandemia, y es posible que, en ese punto, el número de muertes diarias por hambre supere a las causadas por la enfermedad”. He escuchado demasiadas veces esa frase de ceguera descomunal: “Esta pandemia demuestra que el virus no discrimina”. ¿No discrimina? El nuevo mendigo no ha vuelto a aparecer. Yo sigo haciendo mis compras. Con tarjeta de crédito. Y, sumida en la patética nostalgia por todo lo que era demasiado, que a veces parecía tan poco y a veces incluso parecía molesto, supongo que olvidaré al hombre mañana, como olvidaré las cifras de los muertos de hambre. —eps