Mientras menos desarrollado sea un país, mientras más atrasado, más vulnerable será a los efectos deletéreos de sus contradicciones internas, a las agresiones externas de distinto tipo y ante las apetencias de sus vecinos, si éstas existieren. Mayores serán también las limitaciones y el sufrimiento de su pueblo, expuesto a todo tipo de noxa y de riesgos, así como muy limitado en la satisfacción de sus necesidades básicas. Ésta ha sido nuestra historia, lejana y reciente, a pesar del heroísmo de nuestros líderes históricos, del trabajo y los sacrificios del pueblo y de las infinitas riquezas naturales existentes en nuestro territorio. Las mismas, paradójicamente, han aumentado la fragilidad nacional, al contribuir a generar una sensación de seguridad y control en las clases y grupos dirigentes, no cónsona con la realidad que se vive, ni propicia para la elaboración de programas de desarrollo a mediano y largo plazo.
Hoy, nuestra vulnerabilidad se agudiza alrededor, precisamente, de la carencia del recurso natural que tenemos en forma abundante y del cual hemos vivido en el último siglo. ¡Curioso! La misma riqueza natural, que desde hace cien años ha cimentado la transformación positiva de nuestras condiciones de vida, y de la cual poseemos en el subsuelo supuestamente las mayores reservas mundiales, es en la actualidad la que nos falta, la que necesitamos ingentemente, la que nos martiriza y la que doblega la férrea voluntad hegemónica del gobierno actual. Dispusimos de petróleo en sumas ilimitadas y lo utilizamos como combustible libremente, para movernos y para exportarlo y, con su venta, para vivir cada vez mejor, a pesar de las iniquidades existentes. Algunos, considerados expertos y señalados como muy revolucionarios, mantuvieron un modelo que simplemente se dedicó a gastar lo que el comercio de este recurso nos daba, con la convicción de que era una riqueza ilimitada y que su precio jamás caería.
Revolucionarios que, contradictoriamente, nada nuevo significaron en la forma de administración del petróleo. Esta debe ser la única “revolución” en el mundo, que repite exactamente el mismo modo de explotación económica de la riqueza esencial del país, que practicaban sus derrotados enemigos. No hay en realidad ninguna diferencia esencial entre lo que se hizo en el pasado, desde Gómez hasta Caldera II, y lo que hicieron Hugo Chávez y luego Nicolás Maduro. Todos se dedicaron a vender combustible fósil, sin pensar en su transformación en productos de mucho mayor valor agregado. Y, por favor, no me vengan a hablar de petroquímica, pues su desarrollo, iniciado acertadamente con anterioridad a 1958, nunca dejó de ser marginal a la producción de crudo. Tampoco me hablen de la meritocracia antinacional de Luis Giusti y compañía, que trabajaron más como accionistas de transnacionales petroleras, que lo eran y siguen siendo, que en función de los intereses venezolanos.
Lo cierto es que hoy, con PDVSA destruida, “mérito” que nadie le podrá quitar al gobierno “revolucionario”, las presiones estadounidenses se centran en impedirnos comprar el recurso que antes regalábamos. No producimos petróleo para poder defendernos de las sanciones. No producimos gasolina, pues todos los complejos refinadores están por el suelo, desde mucho, pero mucho antes de las sanciones. Somos vulnerables principalmente porque no generamos el recurso que antes producíamos sin mayores problemas. Somos vulnerables porque no desarrollamos aguas abajo y aguas arriba la industria petrolera. Somos vulnerables porque siempre tuvimos como meta la producción de más millones de barriles de crudo y más nada. Somos vulnerables porque no desarrollamos las ciencias y la tecnología necesarias para no serlo.
Esa es la verdad, aunque les duela a todos los responsables. Que involucra al pasado puntofijista, al presente pseudosocialista y pareciera involucrará también a los gobiernos futuros, a menos que asuman una conducta cualitativamente distinta, que no alcanzo a percibir en los discursos presentes.