Los seres humanos somos los únicos capaces de hablar. Mediante el habla, como nos enseñaron Wittgenstein y Maturama, organizamos nuestras experiencias, ponemos orden en las cosas, y tenemos la posibilidad de comunicarnos y entendernos. Y como cantan los miembros de las Comunidades Eclesiales de Base de Brasil: “La palabra no fue hecha para dividir a nadie/la palabra es un puente por donde va y viene el amor”.
Las palabras antes de definir un objeto o dirigirse a alguien, nos definen a nosotros mismos. Dicen quiénes somos y revelan en qué mundo habitamos. Las palabras nos muestran como egoístas o generosos, soberbios o sencillos, profundos o superficiales, violentos o promotores de paz. Con las palabras podemos hacer reír o llorar, hundir o levantar. La palabra puede ser puente de unión o abrir abismos que separan. Hay palabras que animan, ayudan, y hay otras que causan heridas en el alma muy difíciles de curar. La palaba es sagrada si nos hace más capaces de abrirnos, de entregarnos, de respetar a los demás.
Necesitamos, por ello, aprender a bendecir, (bene-dicere: decir bien) hablar positivamente, evitando toda palabra desestimuladora, ofensiva, hiriente, que separa o siembra discordia. Lamentablemente, hoy se ha vuelto muy común la violencia verbal, que suele conducir a la violencia física. El hablar cotidiano, el hablar tecnológico, la comunicación en las redes y el hablar político reflejan con demasiada frecuencia la agresividad que habita en el corazón de las personas. De las bocas brota con fluidez un lenguaje duro, implacable y procaz.
Hoy, cada vez es más común que los políticos mientan sin el menor pudor, acusen sin pruebas, traten de dividir o destruir con calumnias, prometan lo que saben no van cumplir, y hasta juran que van a tomar medidas que ni son posibles ni piensan tomar; incluso algunos no tienen vergüenza para acusar a otro de sus acciones, omisiones y delitos. En consecuencia, cada día resulta más difícil dialogar, lo que está ocasionando un gran desprestigio de la política y de los políticos que parecen ignorar por completo que el mejor modo para dialogar no es el de hablar y discutir, sino hacer algo juntos, construir juntos, hacer proyectos, fomentar estructuras de servicio compartidas.
Es bien cierto el dicho popular de que “hablando se entiende la gente”. De ahí la importancia de recuperar la palabra como puente de encuentro, lo que supone que sea una palabra auténtica y verdadera. Nunca llegaremos a la paz ni a la convivencia provocando el desprecio y la mutua agresión; o si seguimos introduciendo fanatismo y ofensas, si se coacciona a las personas con graves amenazas e insultos y se busca reducir al silencio al que piensa diferente.
En Venezuela estamos hartos de retórica hueca y de propuestas irrealizables y sin apoyo popular. Los políticos necesitan una larga cura de silencio para poder escucharse y escuchar a los demás. Escucharse en el silencio del corazón para ver qué hay detrás de sus juicios o prejuicios, de sus sentimientos y convicciones, de sus certezas que no convencen ni movilizan. Escuchar para aprender y poder dialogar. El diálogo supone humildad para reconocer que uno no es el dueño de la verdad, que necesita construir con el otro diferente. Lo más difícil de un diálogo no es lo que se dice, sino el modo como se escucha. Si yo sólo escucho a los que piensan como yo, no estoy en realidad escuchando sino que estoy reafirmando mis propias convicciones.
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