Si Putin esperaba que Merkel iba a reaccionar con diplomática cortesía, se equivocó medio a medio. Pocas veces la hemos visto tan directa, tan enérgica. Hay razones: el atentado a Navalny fue la gota de agua que colmó el vaso. La cantidad de opositores asesinados en la Rusia de Putin es ya impresionante.
Merkel, evidentemente, intentó señalizar que el terrorismo de estado puede ser obviado en otras órbitas político-culturales del planeta. Pero Rusia, por lo menos en una importante extensión geográfica, pertenece a Europa. Pues una cosa es mirar hacia otro lado cuando los crímenes se cometen en el Lejano, incluso en el Cercano Oriente – al fin y al cabo son culturas pertenecientes a “otra” historia – que cuando tienen lugar cerca de la puerta de tu propia casa, ante las miradas aterrorizadas del vecindario. Merkel, como representante de una de las naciones líderes del continente estaba obligada a reaccionar como reaccionó. Y, consecuentemente, lo hizo.
Naturalmente, la actitud de Merkel tendrá derivacioness más allá de lo político. La más importante es que si las relaciones diplomáticas empeoran, podrían traducirse al nivel de lo económico. Esa parece ser la carta de Putin, un chantaje que, dicho en modo simple, puede ser así expresado: “si tú nos creas problemas nosotros te cortamos el gas”.
Hasta ahora la carta, aún sin jugarla, había mostrado eficacia. Cualquier gobierno europeo se muestra cuidadoso al hablar sobre la política del Kremlin. No así Merkel, hecho que debe haber descolocado a Putin. Más aún: el portavoz del gobierno alemán, Steffen Seibert, al ser preguntado si Merkel ha considerado la posibilidad de que se viera afectado el proyecto de gasoducto entre Rusia y Europa, respondió: “La canciller considera que sería un error descartarlo desde el principio”. En pocas palabras, Merkel no se dejó chantajear.
Merkel sabe por experiencia que no siempre las relaciones políticas se traducen en lo económico, donde priman lógicas diferentes. Suele incluso suceder que en la esfera de la economía el vendedor, en este caso Rusia, dependa más del comprador que al revés. El proyecto de gasoducto, además, ha sido suscrito por la mayoría de los países europeos. Difícil entonces que Putin arriesgue dar el paso económico, toda vez que en estos momentos, debido (no solo) a los efectos de la pandemia, la economía rusa atraviesa por una grave recesión que puede convertirse en crónica en caso de que, gracias a los nuevos yacimientos gasígenos descubiertos en el Mediterraneo, Turquía y/o Grecia, pasen a convertirse en los principales proveedores de gas en Europa.
Según el Presidente de la Comisión de Asuntos Exteriores del parlamento alemán, Norbert Röttgen, Putin, al mandar asesinar a Navalny, intentó matar tres pájaros de un tiro: descabezar al movimiento opositor (receta que está aplicando el tirano de Bielorrusia) justo en tiempos en los que debido a problemas como la desocupación, la pérdida de poder adquisitivo y la corrupción gubernamental, esa oposición comienza a ser activada. Y no por último, enviar un mensaje de terror a la oposición de Bielorrusia.
Putin, en fin, amenaza con cruzar la línea roja que separa a la guerra de la política. Si avanzará más allá de esas amenazas, está por verse.
El gobierno alemán ha entendido la nueva situación. Putin ha pasado a la defensiva y ese es su lugar más peligroso pues el jerarca no parece dispuesto a perder territorios en su zona colonial. Por lo mismo, necesita silenciar las voces que provienen desde Bielorrusia a la que Putin sigue considerando una provincia rusa. Visto el problema desde una perspectiva contraria, el movimiento post-electoral de Bielorrusia se ha convertido, incluso en contra de la voluntad de sus dirigentes, en un movimiento de liberación nacional. De ahí que las posibilidades de ser derrotados mediante la represión indirecta y directa de Rusia son muchísimas.
No obstante, una victoria militar sobre ciudadanos desarmados, la mayoría mujeres, no puede ser de ningún modo un éxito político. Todo lo contrario: Putin enfrenta la disyuntiva de perder los hasta ahora buenos contactos que mantenía con partidos y gobiernos europeos. De hecho ha terminado por crear una alianza de centro político en contra de sus amenazas. Polonia y los países bálticos han cerrado filas en torno a la UE y la UE en torno a Merkel. En Alemania, los extremos de izquierda y derecha, la Linke y AfD se encuentran acorralados debido a sus amistosas relaciones con el putinismo.
Desde su perspectiva geopolítica, Putin no puede darse el lujo de perder a Bielorrusia. Si renuncia a esa suerte de federación forzada entre naciones étnicamente eslavas y religiosamente ortodoxas – para recurrir a la terminología del filósofo de Putin, Alexander Dugin – su proyecto de ejercer hegemonía sobre la Europa democrática se vendrá definitivamente al suelo. En el mejor de los casos Putin tendría que conformarse con el rol que le asignó Barack Obama, el de ser mandatario de un simple imperio regional. En las palabras del Ministro de Asuntos Exteriores de Lituania, Linas Linkevicius: “Rusia no es una superpotencia, sino un superproblema”. Algunos políticos occidentales hablan de “estado mafioso” e, incluso, de “estado criminal”. No son precisamente las mejores credenciales para ejercer presencia política en Europa y otros lugares del mundo.
Lukashenko ganará sin duda la batalla militar, pero lo hará frente a un ejército inexistente. Desde un punto de vista político, ya está derrotado. Sus esfuerzos por aparecer ante Europa como un gobernante de una nación independiente, pertenecen al pasado. Hoy es visto como lo que es, no solo como un dictador, sino como un títere al servicio de una potencia extranjera. Incluso ya padece el síntoma enfermizo de todos los dictadores caídos en desgracia, el de identificar su nombre con el destino de la nación. Así fue como declaró ante periodistas rusos: “Yo no me iré así como así. Dediqué un cuarto de siglo a construir Bielorrusia. No voy a tirar todo por la borda de buenas a primeras. Además, si me voy, se cargarán a mis partidarios” (sin comentarios).
Putin y Lukashenko controlarán al estado, no así a la sociedad de Bielorrusia. Hasta que llegue el día en que estado y sociedad coincidan, Bielorrusia sera una nación ocupada. Podría pasar mucho tiempo bajo esa condición (es inevitable recordar a Checoeslovaquia después de la invasión soviética de 1968). La Europa democrática, abandonada militar y políticamente por el gobierno de Donad Trump y luego económicamente por la Inglaterra del Brexit, está recién, bajo la conducción de Macron y Merkel, reordenando sus filas.
Trump, evidentemente, no ve en Putin a un enemigo, ni siquiera a un adversario, sino más bien a un socio en una empresa destinada a demoler a la UE, vista por el presidente norteamericano como una organización supraeconómica que contradice sus proyectos bi-laterales destinados a enfrentar a China en la arena comercial. Esa es la cruda realidad: Trump es un gobernante económico y no político. Los principios y los ideales cuentan para él solo si son económicamente rentables. El desinterés que ha mostrado Trump frente al intento de asesinato a Navalny, pero sobre todo frente a la revolución nacional y democrática de Bielorrusia, raya definitivamente con la complicidad.
Merkel parece haber captado la esencia de la gran contradicción de nuestro tiempo. Esa se da entre la democracia y regímenes no, y anti-democráticos. Pronta a abandonar la política activa, busca dejar un mensaje, tal vez un legado: el de defender y ampliar los principios democráticos sobre los que reposa históricamente Europa. Desde la segunda guerra mundial no han estado tan amenazados.
PS: 10.09.2020. Según informe médico, Navalny ya está en condiciones de hablar. La policía alemana ha reforzado su vigilancia por temor a un nuevo atentado. La realidad, por ahora, es un thriller.