Por regla general las encuestas políticas, estudios de opinión pública se les llama, suelen ser compradas y vendidas, presentadas o manipuladas, con el objetivo de medir, principalmente en sociedades democráticas, el estado de ánimo de una población determinada, en un momento específico, a manera de fotografía o de termómetro, sobre un determinado tema de interés puntual. También las pueden pagar los dictadores para otorgarle cierto fulgor de normalidad a algún plan hegemónico social que, a través de la “muy respetable vía electoral”, viciada en sus objetivos y formas como lo es la del caso venezolano, ande en marcha.
Las más populares y comercializables son las que auscultan a un paciente social, una sociedad, un sector de la misma, una de sus regiones, etc., sobre preferencias políticas de los electores, sus apegos, distanciamientos, indiferencias y demás situaciones frente a determinados productos electorales, llámense candidatos o partidos.
Y han sido millones las que se han realizado más que nada en países de cultura democrática. Ahora bien, sobre todo después del fin de la guerra fría, es decir a partir de la década de los noventa y en vertiginosa aceleración hacia el presente, los límites entre democracia y dictadura se han desdibujado de tal forma que se confunden las unas con las otras. Estamos sumergidos en una bizarra realidad que, sin origen y propósitos precisos y formas definidas, impide a la mayoría de los observadores, ciudadanos de a pie digo, tener ideas claras más allá de las necesidades y apremios de bolsillo sobre el tipo de mundo en el cual se está parado o antes bien resbalándose. El conformismo es la pandemia básica del entendimiento y la acción de nuestro tiempo. El resto es fantasía, y las encuestas de ahora sirven para únicos gustos pues ya casi que todos queremos ser consumidores capitalistas.
Por otra parte, los resultados de las encuestas que encontramos o no publicitados en medios y otras orillas públicas son tan comerciales, mercado técnicos y dirigidos a un consumidor, un candidato por ejemplo que mira el resultado del examen de sangre y toma medidas adecuadas para tratar de superar al candidato o candidatos opositores que pugnan por idéntico objetivo: el triunfo. O cuando los mira el público se encandila con ellos, se convence, se reitera o se manipula a sí mismo y puede hasta que cambie de opinión, que tan bobos no somos.
En estos tiempos venezolanos que llevamos atragantados como espina en la tráquea, el negocio de las encuestas tal vez se ponga en alza por los que participan en el convite electoral. Sería, si te pones a ver, una forma de hacerle fiesta, legitimar lo impresentable a unas elecciones manidas administradas por y desde el poder y no por la sociedad libre.
Lo que sí me parece, a pesar de veleidades, ambiciones y trampas, más allá de este oxido electoral de moda que nos corroe hoy, es que deberíamos aprovechar la oportunidad para que alguna empresa seria, centros de estudio incluidos, de reconocida pulcritud, base académica incontestable, recursos materiales y personales prósperos, y de ética intachable, explore en el laberinto de país que somos y le tome el pulso a esta nación a ver qué resultados sociopolíticos arroja, más allá de lo electoral, con base en el doble interés de saber en primer lugar quiénes somos, dónde estamos, qué queremos, y a partir de esa base proyectar qué podemos llegar a ser si ocurren los cambios políticos que se requieren en este momento.
El exceso de presente que nos agobia no debe ser obstáculo para pensar en el futuro. Y este tiempo de ambiciones electorales y rupturas internas pudiera ser propicio para ir más allá de lo que tenemos frente a nuestras narices y nos hace voltear la cara, y más bien nos obligue a ver el porvenir en una pesquisa con ambiciones de país y de futuro.