Ibsen Martínez: Derrame, saqueo y desguace

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Los historiadores de la comunicación corporativa señalan que todo comenzó con el asesinato de Ken Saro Wiwa, escritor y activista ambiental nigeriano que denunció con valentía la dictadura del corrupto general Sani Abacha, y también a la petrolera anglo-holandesa Royal Dutch Shell, como responsables del grave daño ambiental causado en perjuicio del pueblo Ogoni, en el Estado de Rivers, su tierra natal.

Saro Wiwa fue un hombre de excepcionales talentos – novelista, académico, activista y hasta figura de la televisión local— que llegó a figurar en la lista corta de candidatos al Premio Nobel de Literatura.

Su arresto y el amañado juicio por sedición a que fue sometido antes de ser vilmente colgado en Port Harcourt, en 1995, desataron reacciones de repudio en tres continentes. “Shell enfrentó un desastre en sus relaciones públicas – narró el desaparecido escritor estadounidense Peter Maass en su libro Crude World: The violent twilight of oil— luego de la ejecución de Saro Wiwa pues se consideró que la compañía había alentado al gobierno militar a eliminar esta espina humana clavada en su hoja de balance”.

El asesinato de Saro Wiwa condujo a un boicot de productos Shell en el Reino Unido y Estados Unidos; en respuesta a ello, la transnacional destinó parte de sus ingresos a financiar proyectos de desarrollo en el Tercer Mundo.

A partir de entonces la paleta de la publicidad corporativa de las petroleras —que aún puede verse, por ejemplo, en The Economist—, se llenó del verde -aduanero Rousseau- y el amarillo girasol van Goh. La fórmula “desarrollo sostenible” se hizo de rigor igual que las fotos panorámicas de sembradíos de sorgo, prístinos lagos patagónicos, bosques de coníferas y reservas aviarias. El logo de la empresa mixta colombiana Ecopetrol es una simpática iguana que, en un bosque húmedo tropical, saluda al sol en postura yogui.

El impacto ambiental que la era del petróleo ha dejado en el planeta durante los últimos 170 años se ensañó en las cuencas sedimentarias que dieron lugar a los grandes deltas del planeta: Misisipi, Níger, Orinoco. Nada hay más lleno de vida vegetal y animal que un delta y, al mismo tiempo, nada hay más frágil. Nada más hipócrita, tampoco, que una transnacional petrolera cuando blasona de conciencia ambiental.

A decir verdad, no hay sistema ecológico que, expuesto a la intrusión de cabrías y taladros, plataformas de perforación, oleductos y tanqueros, no pueda verse afectado, irreversiblemente en muchos casos, ya se trate de grandes cuerpos de agua confinados por tierra firme, como el Golfo de México, o fiordos subárticos o arrecifes coralinos y bosques de mangle costeros como los de Venezuela.

Fue justamente la cuenca del Golfo de México la víctima del hasta hoy más grande accidente de perforación jamás registrado: el estallido y hundimiento de la plataforma Deepwater Horizon, a unos 70 kilómetros de la costa de Louisiana, en abril de 2010. El derrame alcanzó más de cinco millones de barriles de petróleo y creó una mancha de 150000 kilómetros cuadrados. Los daños se calculan en 20000 millones de dólares, casi 10000 personas perdieron su forma de sustento, la empresa perdió un tercio de su valor de mercado.

Contra antecedentes de ese rango es que debe juzgarse el extraordinario récord de miles de horas sin accidentes que durante casi treinta años acumuló Petróleos de Venezuela, desde su fundación en 1976 hasta el apresamiento de que fue objeto por Hugo Chávez en 2003. El punitivo despido masivo de casi 20000 gerentes y técnicos opositores deja ver hoy sus nefastos resultados.

Venezuela no solo ha dejado de producir, refinar y exportar petróleo, sino que la llamada Pdvsa “roja-rojita” es hoy culpable de 6.820 derrames tóxicos, tan solo en la última década. El total derramado en este tiempo pasa de 856.000 barriles de petróleo, sin contar los recientes derrames que hoy contaminan las costas de Falcón, al occidente del país.

El origen de los derrames son los fracasados intentos de echar a andar el aparato refinador de la industria petroquímica venezolana, destruido por completo tras casi veinte años de despilfarro, incuria y saqueo. La falta total de gasolina ha paralizado al país. La dictadura no dispone ya de dinero para importarla y distribuirla a precio subsidiado. Así que, una vez más, mi país aguarda la llegada de improbables, furtivos tanqueros iraníes. Las sanciones estadounidenses agravan sin duda la iliquidez del régimen. No hubo más camino que reactivar las refinerías.

Pero las refinerías venezolanas, inutilizadas durante la era chavista-madurista por la falta de mantenimiento, desinversión y la incuria de un mal pagado personal, sencillamente no han respondido a los frenéticos intentos de echarlas a andar de nuevo. Por el contrario, su extrema disfunción es la causante de los derrames de crudo. Sucesivos incendios han cobrado la vida de decenas de trabajadores.

Tal es el estrago de la industria en su conjunto que en la Faja del Orinoco se cuentan por miles los operarios petroleros que, últimamente, no hallaban mejor forma de sobrevivir que desguazar y revender valioso equipo industrial. Este comercio sostuvo a duras penas la magra producción de empresas conjuntas con Rusia y otros países parcialmente activas en la Faja. Funcionaba como sigue.

La cabeza de un émbolo desaparecía y se reportaba dañada. Se ordenaba la compra de un émbolo de recambio. Al llegar esta, reaparecía la pieza extraviada y la nueva se ofrecía en venta a precio de oro. Un clásico de la corrupción reminiscente de la industria petrolera en la antigua URSS y sus satélites. Ignoro hasta qué grado las sanciones estadounidenses embaracen hoy estas operaciones.

Sin embargo, una clara muestra de colapso total de la industria es el aviso oficial que en estos días dirige la dictadura a los contratistas que se animen a intentar poner en funcionamiento una refinería.

Maduro pagaría, no en dólares, sino con secciones enteras de la planta física de otras refinerías, tan en mal estado estas, que han quedado, como el resto del país, para el desguace y el remate.

 

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