Imaginemos que, en las bases de convocatoria de uno de los premios literarios importantes establecidos en nuestra lengua, digamos el Alfaguara, o el Herralde, se estableciera como requisito de participación que la novela concursante debe llenar determinados requisitos en cuanto al tema, y en cuanto a la procedencia racial de los personajes, o su género, sus preferencias sexuales, o sus capacidades físicas.
No estoy usando mi propia fantasía para crear un escenario distópico. Sólo hago una transferencia al territorio de la literatura de las condiciones que se acaban de establecer para las producciones que a partir del año 2024 compitan por el premio Oscar a la mejor película.
En cuanto a “representación en la pantalla, temática y argumento”, la película debe centrarse en uno de los siguientes grupos: “mujeres, una etnia poco representada, personas LGTBI+, o personas con discapacidad física, cognitiva o auditiva”. “Al menos uno de los actores principales, o intérpretes secundarios de cierta relevancia, deben ser parte de uno de los siguientes grupos raciales o étnicos: asiático, latino/hispano, negro/afroamericano, indígena/nativo, americano/nativo de Alaska, originario del cercano oriente o del norte de África, hawaiano nativo u otro tipo de isleño originario de Oceanía, o de otra etnia poco representada”. Y el 30% de los actores secundarios debe llenar todos estos mismos requisitos.
Algunas de estas condiciones pueden ser intercambiadas, o sustituidas, por la misma representación diversa en los equipos de dirección y producción, que no se ven en la pantalla; pero todo obedece a un plan para enfrentar “el mayor desafío de nuestra historia para crear una comunidad más igualitaria e inclusiva… tanto en la creación de las películas como en el público que conecta con ellas”.
Conviene separar, antes de seguir adelante, la justicia de las políticas de inclusión social, racial y de género, que responde a una lucha de siglos de la humanidad por la conquista de la justicia, de la pretensión de imponer temas y cuotas dentro de la obra de arte, que representa por sí misma un campo infinito de diversidad, y así mismo de libertad, sin lo cual el acto creativo no sería posible. Y en esto equiparo al cine, del que he sido devoto toda mi vida, a la literatura, que es mi otra devoción, como escritor, y como lector.
He oído alegatos de que las alarmas respecto a estas reglas son exageradas, porque se trata de requisitos leves, que bien pueden ser evadidos parcialmente sustituyéndolos por los otros, invisibles, que atañen a la composición de los equipos de producción; y que, en todo caso, de tan leves, no se notarían, y el cine seguiría siendo el mismo.
La censura nunca es leve, y su tendencia es a avanzar, una vez establecida una cabeza de playa, porque las exigencias que llevan a imponer en el arte cánones políticos, sociales, o morales, nunca se sacian, por mucho que las intenciones puedan parecer benévolas, o justicieras.
No veo tampoco por qué no, a algún bien intencionado no se le ocurra ensayar esas mismas reglas en la literatura. Jurados literarios determinados a servir de muro de contención contra la discriminación. Comités editoriales celosos de reglas de contenido que no perturben al lector, o busquen evitar el arraigo de tendencias morales, políticas o filosóficas perjudiciales al conjunto de la sociedad. De todo estos hemos visto antes, ya sea porque el estado se impone como el Gran Benefactor de las conciencias, o porque grupos de presión buscan conquistar terreno y consideran que la creación artística es la joya de la corona, por su poder de influencia espiritual.
Y cuando se trata de reglas, la naturaleza ideológica deja de importar. En la espléndida novela de Julian Barnes, El ruido del tiempo, Stalin atormenta a Shostakóvich porque quiere imponerle, en cambio de su música reaccionaria y decadente, los parámetros del realismo socialista que canta las virtudes del hombre nuevo, siempre optimista, mirando hacia el futuro luminoso.
En Irán, los ayatolás mandaron a recoger de las librerías la recién salida traducción de Memoria de mis putas tristes, la novela de García Márquez, y el editor fue destituido a pesar de que se había esforzado en volverla potable; hizo que el traductor cambiara la palabra “puta” por “mi belleza”.
Censura desde el poder, pero también desde los grupos de presión. Cuando esa misma novela fue convertida en México en una pieza de teatro, la representante de una organización feminista exigió que se prohibiera su representación, por las mismas razones morales que Lolita, la obra maestra de Nabokov fue sacada de las bibliotecas públicas en Estados Unidos: el uso de “nínfulas” como personajes.
La regla debería ser entonces: “no se permite en las novelas la figuración como personajes con connotación sexual, de personas del sexo femenino menores de 15 años de edad”. Esto incluiría, por supuesto, la pintura, para prevenir casos tan lamentables como el de los cuadros de Balthus, maestro de la incorrección.
Ganar espacios de representación, y conquistar la justicia postergada, o denegada, nada tiene que ver con la imposición de reglas que buscan entrar en el territorio de la creación artística, y moldearla, adaptarla, o limitarla. Al imponer a una obra arte una camisa de fuerza, se le impone, en fin de cuentas, a toda la sociedad.
Escritor y Premio Cervantes 2017.