En los momentos que vivimos en Venezuela mantener la esperanza y, más aún, promoverla, es un acto verdaderamente revolucionario, orientado a superar la situación caótica que vivimos, y a desenmascarar esa autoproclamada revolución que ha resultado una inmensa involución pues nos ha hecho retroceder a los peores momentos del siglo XIX.
Motivos para desesperar hay muchos y muy graves: La incompetencia de un gobierno que ha destruido al país, su aparato productivo y las empresas del Estado empezando por PDVSA que, siendo una de las empresas más exitosas del mundo, hoy no es capaz de abastecer el reducidísimo mercado interno de gasolina. Gobierno que pulverizó la moneda, los salarios y ahorros; y acabó con los dos puntales del progreso: la educación y el trabajo. Gobierno que expulsó a más de cinco millones de personas que lo abandonaron para intentar sobrevivir en otros países. Gobierno que se ha aliado a los más autoritarios del mundo y cuyo único objetivo es mantenerse en el poder sin importarle el sufrimiento de las mayorías.
Motivo para desesperar es ver cómo el Alto Mando Militar ha traicionado su juramento de cumplir y hacer cumplir la Constitución, se ha convertido en la guardia pretoriana del gobierno y ha permitido la proliferación de grupos delicuenciales y mafiosos.
Es también motivo de desesperanza el palpar cómo la oposición se muestra incapaz de superar sus diferencias y presentarle al país una ruta posible y realista para salir de este caos que devuelva al pueblo su vigor y su esperanza.
A pesar de todo esto, yo no me resigno ni me rindo, y sigo promoviendo la esperanza porque creo en Venezuela, en sus enormes potencialidades y en la creatividad y bondad de su gente. Alimento mi esperanza en el heroísmo de tantos maestros, sanitarios y trabajadores que no se rinden y siguen dando lo mejor de sí mismos a pesar de sus sueldos miserables. Alimento mi esperanza al ver la solidaridad de tantas personas que comparten su pobreza y son capaces de quitarse la comida de la boca para darla a los demás. Y alimento mi esperanza en la fe en un Dios maternal que comprende nuestros sufrimientos porque Él pasó por ellos, y nos acompaña en el empeño de transformar a Venezuela en un país próspero, reconciliado y fraternal. Por ello, yo seguiré promoviendo la esperanza y contando la historia del Maestro Figueredo, que suelo recitar en mis conferencias y talleres:
“No había fiesta en el llano que no fuera alumbrada por las manos mágicas del arpista Figueredo. Sus dedos acariciaban las cuerdas y brotaba el ancho río de su música prodigiosa. Se la pasaba de pueblo en pueblo, sembrando la alegría, poniendo a galopar los pies y los corazones en la rotunda fiesta del joropo. El, sus mulas y su arpa, por los infinitos caminos del llano. Una tarde, tenía que cruzar un morichal espeso y allí lo estaban esperando los cuatreros. Lo asaltaron, lo golpearon salvajemente hasta dejarlo por muerto y le robaron las mulas y el arpa. A la mañana siguiente, pasaron por allí unos arrieros y encontraron al maestro Figueredo cubierto de moretones y de sangre. Estaba vivo, pero en muy mal estado. Los arrieros le curaron las heridas y cuando lograron que volviera en sí, empezaron a preguntarle qué había sucedido. Al cabo de un rato, el maestro Figueredo haciendo un gran esfuerzo, logró balbucear unas pocas palabras desde sus labios hinchados: “Me robaron las mulas”. Volvió a hundirse en un silencio que dolía y, tras una larga pausa y ante la insistencia de los arrieros que seguían preguntando, logró empujar hacia sus labios rotos una nueva queja: “Me robaron el arpa”. Al rato, y cuando parecía que ya no iba a decir nada, el maestro Figueredo se echó a reír. Era una risa profunda y fresca, que no pegaba en ese rostro desollado. Y en medio de la risa, dijo: “¡Pero no me robaron la música!”
¡Que no nos roben la música, el entusiasmo, la esperanza! Debemos convencernos de que es posible salir de esta tragedia y que lo lograremos con coraje, entrega, trabajo, organización y unión.
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