Rafael del Naranco: Afectos desprendidos

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La mayoría de nosotros para batallar, necesitamos como el lisiado apoyarnos  en algo tangible: casi siempre la experiencia de los que nos han precedido. Solamente un ser, con el parto, se alza contra la sin razón, pues hay un momento preciso, cuando da vida al germen de sus entrañas, en que es solamente comparable a un dios.

A la joven muchacha, un gañan la dejó embarazada, y ahora lleva esa de leche cuajada  recorriendo sus venas, mientras un calor húmedo, pegadizo, le hace cosquilleos en los ojos cubierto de gruesos lagrimones, como si fueran dos teas encendidas  subiendo del bajo vientre.

En más de una ocasión, al pasar por nuestro lado, hemos intentado hablarle, ofrecerle una brizna consuelo, comentarle  cómo la vida es bella precisamente por esas cosas tan maravillosas que suceden  dentro de la piel de la mujer.

Ella posiblemente no sepa que las ilusiones del cotidiano vivir pueden  llegar por otros senderos, en distintos cielos o acaso en lo más alejado de nosotros mismos, pero crear una brizna de vida, ese pedacito de aleluya, únicamente una mujer puede realizar.

Es, a todas luces y contornos, el milagro de las mil maravillas.

Un juglar de caminos andariegos lo dijo en sonata del alba: “Sólo un instante más / un momento de reposo en el vientre y otra mujer nos concebirá”.

La maternidad es el único tesoro que la mujer hace suyo, y aunque alguna vez la carne azulada en el útero llega de la mano de la pasión, no del deseo o el amor compartido, las palabras se hacen un nudo en la garganta cuando uno se enfrenta a un recién nacido, esplendor de todo lo creado.

Hay cardos en flor hirientes y punzantes, otros casi angelicales y brumosos, pero un embarazo es la mayor sinfonía de la vida, el canto matutino de la esperanza,  la  verdadera razón de que Dios exista.

Camus, ateo creyente, (no hay contradicción, ya que la fe  mueve y se levanta por complicados vericuetos del espíritu), veía en las cosas sencillas – la brisa del mar, la claridad del día sobre los tejados de Argel o el vientre redondo de una mujer esperando un hijo – la verdadera causa de existir. Por esa cognición  escribió “El extranjero” teniendo como fondo la transparencia dubitativa de la desgarrada esencia materna.

En cierto momento el escritor expresó: “Jamás he podido renunciar a la luz, a la felicidad de existir”.

Aun así,  lo más deseado por él en el mundo era que su madre leyera todo lo que había sido su vida y su carne, esa existencia humilde, ignorante y obstinada para poder salir de las sombras.

Al final,  habrá palabras para expresar el misterio de la esencia materna, pero solamente una es suficiente: afectos desprendidos sin dobleces hacia esa dulcificada nacencia.

 

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