Hace dos semanas, las Naciones Unidas denunciaron la violencia sistemática que se ejerce en Venezuela para eliminar a los opositores y aterrorizar a la población. El informe consignó que se trata de crímenes coordinados, que se ejecutan de conformidad con políticas del Estado. Nicolás Maduro, su ministro del Interior, el general Néstor Reverol Torres, y su ministro de Defensa, el general Vladimir Padrino López, no sólo conocen esas atrocidades. Las ordenan y organizan. El diagnóstico es muy relevante por lo aterrador. Pero también porque imputa por delitos de lesa humanidad a 45 funcionarios. Maduro y numerosos jerarcas comienzan a sentirse amenazados por la apertura de un proceso en el Tribunal Penal Internacional.
La certificación de la barbarie de la dictadura venezolana se documentó en un momento de especial tensión política. A principios de este mes, Henrique Capriles, que fue el último candidato que enfrentó y derrotó a Maduro, comenzó a negociar que el Gobierno postergue las elecciones parlamentarias del 6 de diciembre y garantice su transparencia. Esta iniciativa de Capriles enojó a los antichavistas que lideran el presidente encargado, Juan Guaidó, y Leopoldo López, su mentor. La oposición insiste en dividirse.
El cuadro presenta una paradoja. Cada vez que se publica un informe retratando la barbarie del régimen, Maduro y sus secuaces tienen menos motivos para dejar el poder. ¿Por qué suponer, entonces, que él someterá la llave del poder a la libre competencia? Capriles sueña con desbaratar esta contradicción. Se propone torcer la inercia de la historia. Maduro ya es un experto en montar simulacros de negociación a través de los cuales debilita a sus rivales y, sobre todo, gana tiempo, que es la materia que más aprecian los tiranos.
Que Capriles haya dado un paso para dialogar con el chavismo no debe sorprender. Siempre sostuvo que no hay que acorralar al régimen. Con su jugada consigue, además, salir del eclipse al que lo había condenado la irrupción de Guaidó cuando la Asamblea Nacional lo nombró presidente interino de los venezolanos. Fue un éxito de López sobre Maduro. Pero también fue un éxito sobre Capriles. Es imposible entender la historia reciente de Venezuela sin considerar la competencia entre estos dos dirigentes. Son coetáneos, se convirtieron en alcaldes en las mismas elecciones del año 2000, y desde entonces rivalizan. Vidas paralelas.
Maduro no es ajeno a este ajedrez. Indultó a diputados opositores para facilitar la aproximación de Capriles. La clemencia no alcanzó a López ni al propio Capriles, que siguen inhabilitados como candidatos. También para el exterior el tirano tuvo un gesto: por primera vez en 14 años pidió una misión observadora de la Unión Europea para las elecciones.
Maduro sabía que Capriles, además de exponer una fractura doméstica, dividiría las aguas internacionales. Apalancado en este experimento dialoguista, el canciller de la Unión Europea, Josep Borrell, envió una misión secreta para explorar la posibilidad de una postergación de los comicios. Dos funcionarios permanecieron en Caracas hasta hoy, dialogando con oficialismo, oposición y sociedad civil.
Borrell desató una turbulencia. El líder de la bancada popular del Parlamento Europeo, Manfred Weber, un alemán alineado con Angela Merkel, le acusó de “legitimar al dictador Maduro con misiones diplomáticas clandestinas”. También los estadounidenses censuraron a Borrell. El republicano Marco Rubio y el demócrata Ben Cardin suspendieron su competencia electoral para firmar una carta en la que reclamaron al canciller comunitario que rechace las elecciones fraudulentas convocadas por Maduro. Le recordaron que para Europa el presidente de Venezuela era Guaidó.
Es la segunda vez que, en relación con América Latina, Borrell adopta un camino que no tiene el consenso unánime europeo. Sucedió también cuando aconsejó postergar la elección del presidente del Banco Interamericano de Desarrollo, el estadounidense Mauricio Claver-Carone, un ahijado del senador Rubio.
El mensaje de Rubio y Cardin adelanta que, cualquiera sea el resultado de las elecciones norteamericanas del 3 de noviembre, la política de Washington hacia Venezuela seguirá siendo la misma. Como sostiene el experto Michael Shifter: “Si gana Biden, lo único que se modificará es que ya no escucharemos que ‘todas las opciones están sobre la mesa’”.
¿En qué medida la orientación de Borrell se inspira en un giro de la diplomacia española? En España gobierna una coalición que contiene a Podemos, cuyos dirigentes tuvieron un largo idilio con el chavismo. Es uno de los motivos por los cuales la política del presidente socialista Pedro Sánchez en relación con Venezuela se ha aproximado mucho a los criterios de José Luis Rodríguez Zapatero, eterno auspiciante de un desenlace negociado de la crisis caribeña. El reemplazo del embajador español en Caracas, Jesús Silva Fernández, anunciado el jueves último, podría ser un signo de este cambio. Silva ha demostrado una ductilidad asombrosa para tratar en Venezuela con tirios y troyanos. En enero de 2018 fue declarado persona non grata por el régimen, que debió volver a aceptarlo meses más tarde. Hay un detalle clave en la gestión de Silva: desde mayo del año pasado acogió en su casa a Leopoldo López. ¿Arancha González, la canciller de España, coordina su estrategia venezolana con Borrell? ¿Se aproximan a Capriles para alejarse de López? Si fuera así, Borrell corrige a Borrell. López fue asilado en la embajada cuando él dirigía las relaciones exteriores.
Capriles, igual que Borrell, se flexibilizan, con el argumento de que la intransigencia de Guaidó no ha dado resultados. Si se considera que la dictadura sigue respirando, despiadada, tienen razón. Igual están ante un desafío. Guaidó consiguió un reconocimiento internacional sin antecedentes para un Gobierno que carece del control territorial. Y logró también bloquear activos financieros vitales para las finanzas de Maduro. Estas conquistas son el punto de partida de cualquier estrategia alternativa. También son, quizá, su límite.
Capriles tuvo un éxito anteayer. Forzó a Guaidó a admitir que hay que participar de las elecciones, pero con exigencias mucho más desafiantes. Que Maduro cancele la intervención a los partidos, restituya sus derechos a los opositores, acepte una auditoría electoral internacional, y admita un Consejo Nacional Electoral independiente. Capriles cree que esos requisitos hay que arrancarlos a lo largo de un proceso. Nadie despeja la duda principal: ¿hay alguna transacción exitosa que no contemple la pretensión de los jerarcas venezolanos de evitar una pesadilla judicial a la salida del poder? Negociar esta materia se vuelve más intolerable a medida que se corre el velo de la opresión bolivariana.
Le toca jugar a Maduro. Está apretado. No sólo por la denuncia de la ONU. Enfrenta un colapso en el ingreso de remesas, un desabastecimiento exasperante de gasolina y un corte de luz en casi todo el territorio nacional. Y está atormentado por una fantasía. Sus dos vecinos, Jair Bolsonaro e Iván Duque, son estrechísimos aliados de Trump. El fantasma que persigue a Maduro es que le ataquen desde la frontera antes de las elecciones estadounidenses. Lo más probable, entonces, es que conceda algo. Algo que sirva para nada. Por ejemplo, una postergación irrelevante de los comicios. Su objetivo es el de todo tirano. Que un mar de arbitrariedades esterilice la disputa. Que, con la apariencia de que todo está por pasar, nunca pase nada.