Yoani Sánchez: Sí a la tecnología, pero con libertad de expresión

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Las paredes están en el puro ladrillo y por los huecos del techo se cuela la luz del sol, pero la joven sentada cerca de la ventana tiene en sus manos un teléfono inteligente de última generación, con el que sigue minuto a minuto las redes sociales. La escena puede ser en cualquier ciudad o pueblo de América Latina, donde el acceso a las nuevas tecnologías está marcando ahora mismo unos contrastes sociales que en los próximos años se harán aún mayores.

En agosto pasado, la secretaria ejecutiva de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), Alicia Bárcena, dio a conocer un informe sobre los efectos del COVID-19 en la región. En un llamado urgente, la mexicana convocó a los gobiernos a universalizar el acceso a las tecnologías digitales para enfrentar los profundos daños provocados por la pandemia a la economía del continente. Habló entonces de garantizar una canasta básica de tecnologías de la información y las comunicaciones.

Según Bárcena, ese módulo indispensable debe estar integrado por un computador portátil, un teléfono inteligente, una tableta y un plan de conexión para los hogares que todavía no tienen acceso a la web. Sería algo así como “un kit de supervivencia tecnológica” que permitiría a los ciudadanos mantenerse informados, optar por la educación a distancia, trabajar desde sus casas, reorientarse laboralmente, acceder al comercio electrónico y ejercer buena parte de sus deberes y derechos cívicos a través de un teclado, un clic o una videoconferencia.

Pero la CEPAL solo tocó en esa convocatoria una de las tantas aristas de la conectividad. No basta con tener un dispositivo moderno y un acceso a la gran telaraña mundial, si la persona que los usa está constreñida por la censura, vigilada por la policía digital y amenazada con terminar en los tribunales o en prisión por criticar en las redes sociales a funcionarios y políticos. La canasta básica con infraestructura es poco o nada si no viene acompañada de un conjunto de derechos garantizados para ejercer la libertad de información y expresión.

Lamentablemente, vivimos en una región donde ambas “cestas” están bastante incompletas. Los altos precios de la tecnología, la poca formación que se da en las escuelas para el uso de estos dispositivos en función de adquirir nuevos conocimientos y las dificultades para el acceso desde zonas remotas o poco favorecidas por la infraestructura, complican el escenario para que América Latina pueda dar la vuelta al confinamiento y la distancia social que ha impuesto el coronavirus, y salga del atolladero económico también través de las pantallas y de los circuitos.

Pero la mayor dificultad surgirá ante todas esas legislaciones nacionales que buscan amordazar a los ciudadanos en la aldea virtual. Un módulo básico de tecnología puede incluir el último móvil del mercado, pero si su usuario tiene que lidiar con sitios censurados, unas instituciones que agreden a la ciudadanía en las redes y un ejército de trolls, muchas veces financiados y entrenado por los gobiernos para acallar las críticas, en ese caso poco va a lograrse.

En un continente donde se mantienen en el poder algunos de los regímenes más depredadores -a nivel mundial- de la información y la prensa, un teléfono celular es un trampolín que podría lanzarnos a las agitadas y refrescantes olas del ciberespacio, pero también, directamente y sin protección, hacia la boca abierta de los censores.

Canasta básica de tecnología sí; pero que no vaya a faltarle el pan de la libertad.

 

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