Rafael Fauquié: Sobre la educación

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En su Historia de la educación, Emile Durkheim comienza por formularse una pregunta: “¿Cómo enseñar el hombre y las cosas humanas?”. Solo hay una respuesta: bajo una educación concebida como finalidad de significados, como comunicación necesariamente relacionada a un sentido, a un porqué. Cuanto el maestro comunica a sus estudiantes debería relacionarse con dos finalidades esenciales: ayudarlos a entenderse consigo mismos y a entenderse con el mundo que los rodea.

Hay un poema de W.A. Auden titulado Otro tiempo, donde el poeta se refiere a esos seres que “… han olvidado como decir Yo Soy”. Acaso, por sobre todo, la educación se trate de enseñar a otros a decir “yo soy”, a comunicarles la importancia de ese “yo soy” del cual depende todo lo demás. Enseñarles a ser ellos mismos y, a la vez, a ser para otros. En todo propósito educativo debería existir esa doble intención: enseñar a vivir individualmente y enseñar a intervenir en el mundo. Dos centrales razones que se remontan al mito platónico referido en el Protágoras, donde Platón describe la educación como el mecanismo necesario tanto para enseñar conocimientos y técnicas como para aprender a comportarnos los hombres unos con otros, de acuerdo a lo que Platón llama “respeto recíproco y justicia”.

Acaso el sentimiento más importante que, como profesores, podamos experimentar junto a nuestras voces es hacer de ellas espacio de encuentro con nuestros estudiantes; espacio donde hacernos entender, donde expresar verdades en las que creemos, donde defender razones que valoramos. En absoluto se trata de “llevar la voz cantante” sino de hacer de nuestras palabras un puente entre nuestra experiencia y la curiosidad del discípulo, entre nuestra razón y una juvenil razón en busca de su propio camino, entre nuestras vivencias metaforizadas sobre ciertos imaginarios y la experiencia ausente de jóvenes que buscan imágenes donde definirse y reconocerse…

Como maestros nos parecemos a nuestra manera de decir. El destino de nuestras palabras es su recepción; su posibilidad de iniciar diálogos donde germinen preguntas necesitadas de respuestas. Todo diálogo entre maestro y discípulos comienza con la habilidad de aquél para saber qué preguntar y qué respuestas esperar. Algunas, inesperadas, pudieran enriquecerlo tanto a él como a sus estudiantes. Ni existen preguntas incapaces de respuesta ni existen respuestas absolutamente definitivas o unívocas. El diálogo entre el maestro y sus discípulos debería suscitar en éstos el deseo de aprender. Nunca rutinario, nunca adoctrinador; por el contrario: esfuerzo creativo, vivaz y confidente, ese diálogo es expectativa, punto de partida de la acción educadora. Puede poseer  muchas formas, apoyarse sobre muy variadas ilustraciones, pero está obligado a sustentarse sobre la necesidad de una mutua confianza entre maestro y discípulo. De la parte de éste, confianza en su profesor, en la honestidad de sus ideas y en la veracidad de sus voces. De la parte del profesor, confianza en la voluntad de su discípulo por escucharlo y entenderlo.

 

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