Marta Sanz: Histórica

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“La memoria es una cosa muy rara”, dijo Viggo Mortensen. Con esta definición naif apuntaba hacia la falibilidad de la percepción, de la que la poesía se ha nutrido en forma de ambigüedad, sensorialidad distorsionada y relato superpuesto. La elástica memoria son dalinianos relojes blandos y magdalena de Proust. Concierne a las enumeraciones de Perec en Me acuerdo. Luego está la memoria prodigiosa, traumática y abominable, porque en un punto la bolsa del recuerdo está tan llena de menudencias —habría que decidir si el nombre de un vecino es una menudencia— que es imposible meter nada más. El recuerdo hipertrofiado ofrece una molestísima presión sobre la que escribió Borges en Funes, el memorioso, metáfora del insomnio. Pero, al lado de esta estilizada memoria, persisten: la rancia magdalena, la masa de tejido cerebral que construye memoria, el luctuoso archivo fotográfico que congela y vivifica simultáneamente lo representado en la imagen —según Sontag y Berger—, el sonajero de Martín en el delantal de Catalina y la canción que les dedicó Joaquín Carbonell, anillos encontrados en la fosa, calaveras sonrientes… Están la bruma y el efecto narcotizante de ciertas nostalgias, pero también disponemos del álbum y el almacén de objetos perdidos. Guardamos el pasado dentro de la piel y, cuando ese pasado tiene sangre, debe cicatrizar para que lo dejemos ir de la craneana cajita de música de nuestras pesadillas. Celebramos la Ley de Memoria Democrática y fijamos con la escritura un recuerdo alternativo al relato franquista que pervive en la lengua de quienes sentencian, desde su posición de demócratas liberales de toda la vida en alegre conversación con Bertín —¡Osborne!—, que el Gobierno dormirá mal por gobernar con Podemos; que, con esta ley, se pretende ganar la guerra que se perdió en los campos de batalla; que este es el peor Gobierno que ha tenido España en los últimos ochenta —ochocientos, ocho mil, qué más da— años. Se blanquean cuarenta años de represión y no nos salen las cuentas en un mundo en el que se propicia la memoria mala y se desatienden esas destrezas memorísticas con las que recordábamos que nueve por nueve, ochenta y uno, o que la capital de Honduras es Tegucigalpa. Sin necesidad de buscar en Google. Esa memoria también importa para el desarrollo de la autonomía de aprendizaje y la conciencia crítica.

Me preocupa que la única caja de resonancia de nuestro cerebro sean los contenidos ofrecidos por plataformas digitales y empresas de telefonía, sumados a una tergiversación histórica auspiciada por la simpática idea de que todo es relativo. Si no lo remediamos, quizá estos sean los genes fundacionales del conocimiento futuro con el que daremos forma —ideología— al cuento de un momentazo histórico que nadie habría querido vivir: pestes del siglo XXI, cicatrices de la ciudad, cargas policiales contra la ciudadanía de los barrios populares de Madrid y patente de corso de los de Núñez de Balboa, malversación de los dineros públicos en subcontratas privadas aberrantes, salarios de mierda de la sanidad pública, protocolos para aislar en las residencias a las personas mayores y fincas valladas en las que los guardas no permiten el paso ni a pobres ni a epidemias. Me pregunto cómo y quién se adueñará de la verdad a través de la memoria que se haga en los relatos.

 

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