El martes por la tarde, el embajador argentino ante las Naciones Unidas, Federico Villegas Beltrán, sacudió el tablero de la geopolítica latinoamericana al respaldar el informe Bachelet, que detalla las atroces violaciones a los derechos humanos cometidas por el Gobierno venezolano. Ese informe fue respaldado por 22 de los 25 países de la región. Pero el voto más doloroso para Maduro fue el de la Argentina, porque este país está gobernado por el kirchnerismo, un viejo amigo. El pronunciamiento argentino, como se verá, es algo más que un gesto fuerte de política exterior.
Una de las razones por las que en Venezuela pudo pasar lo que pasó, es que los Gobiernos progresistas de América Latina se resistieron a aislar a ese país a medida que se iban conociendo los aspectos brutales de la represión a los disidentes. Ese acompañamiento tenía una lógica. Durante los primeros años del milenio, varios líderes latinoamericanos con origen de izquierda intentaron cambiar la historia de la subregión y comenzar un audaz proceso de acercamiento, mientras aplicaban políticas distribucionistas.
El venezolano Hugo Chávez era uno de los líderes de ese proceso, que incluía también al brasileño Lula Da Silva, al ecuatoriano Rafael Correa, al boliviano Evo Morales, el argentino Néstor Kirchner. En esos años, se forjaron muchos vínculos políticos, de solidaridad recíproca y, también, económicos.
Cuando el régimen venezolano fue virando hacia políticas cada vez más represivas, eso lazos impidieron que hubiera una reacción acorde a la barbarie que se estaba desplegando. Pero, además, había un elemento muy sensible para el progresismo de la región: Estados Unidos era un enemigo de Venezuela. Eso hacía que fuera aún más complicado criticarla porque habría sido difícil de explicar una alianza con la potencia a la cual, desde siempre, la izquierda latinoamericana consideró un enemigo.
Así las cosas, Lula, Cristina Kirchner, Evo Morales, y hasta el mucho más moderado Pepe Mujica, quedaron presos en un laberinto que tenía dos salidas imposibles: en una –la que eligieron- aparecían como cómplices de las violaciones de derechos humanos de Maduro; en la otra, aparecían aliados a Washington.
Con el correr de los años, la izquierda –el progresismo- fue perdiendo elecciones en el continente, o fue barrida del poder de mala manera. Los gobiernos conservadores de Chile y Colombia encontraron aliados en el surgimiento de otros referentes conservadores, como Lenín Moreno en Ecuador, Jair Bolsonaro en Brasil, o Mauricio Macri en la Argentina. Para ellos no había contradicción. Les resultaba muy natural aliarse con Estados Unidos y denunciar al chavismo, su enemigo común.
Quien rompió esa lógica tan binaria fue Michelle Bachelet, la expresidenta socialista de Chile, hija de perseguidos políticos durante la dictadura de Augusto Pinochet. Bachelet asumió en el Alto Comisionado de la ONU sobre Derechos Humanos y se ocupó del caso Venezuela. Sus informes sobre desapariciones, torturas, secuestros y asesinatos políticos son un compendio del horror. Es muy difícil, para un demócrata, permanecer indiferente ante esa catástrofe, que sucede día a día en un país que era democrático antes de la asunción de Chávez. Los hallazgos de Bachelet son concordantes con los de otros organismos de derechos humanos del mundo democrático: Human Rights Watch, Amnesty International, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
Mientras tanto, el 10 de diciembre del año pasado, el kirchnerismo volvió al poder en la Argentina. Con un pequeño cambio: el presidente sería Alberto Fernández, un hombre que en todo –en economía, en política exterior y en lo que sea—es más pragmático que su vicepresidenta, Cristina Kirchner. ¿Qué haría respecto de Venezuela?
El martes, el Gobierno de Fernández dio una señal muy clara al respaldar el informe de Bachelet. Eso generó un pequeño conflicto dentro del kirchnerismo. Alicia Castro, que fue embajadora en Caracas durante los tiempos en que Cristina era presidenta, decidió renunciar a su cargo como embajadora en Moscú por desacuerdos con la política exterior del Gobierno. La histórica presidenta de Madres de Plaza de Mayo, Hebe de Bonafini, pidió perdón “al pueblo venezolano”. Castro y Bonafini son dos personas muy cercanas a Cristina Kirchner. Desde Venezuela acusaron a Fernández de someterse a los designios del Fondo Monetario Internacional. En estos días, justamente, la Argentina inicia complicadas negociaciones para refinanciar su deuda con ese organismo, donde los Estados Unidos tiene un poder desequilibrante.
Antes de tomar su decisión definitiva, Fernández tuvo una larga conversación con Bachelet. Horas después, amagó con intentar un diálogo telefónico con Maduro para tratar de bajarle el tono al conflicto. Pero esa gestión, por ahora, fracasó. Sea como fuere, ha dado un paso impensado meses atrás y contribuido al aislamiento de Maduro en la región.
Pero sería erróneo concluir que el kirchnerismo ha dado un giro copernicano en sus vínculos con el mundo. Fernández mantiene gran parte de los aliados que tuvo el kirchnerismo en los viejos tiempos. Argentina fue el país que ofreció asilo a Evo Morales, el líder boliviano derrocado por un alzamiento militar y mantiene relaciones estrechas con la oposición brasileña, liderada por Lula, y con la ecuatoriana, conducida desde el exterior por Rafael Correa. Cualquiera que crea que puede entender a Fernández por uno solo de sus gestos, fallará: Fernández amaga, retrocede, avanza, zigzaguea, dialoga, rompe, vuelve a dialogar. Casi todos los gestos en una dirección, anticipan otros gestos en la dirección contraria.
Esa es la diferencia central entre él y Cristina Kirchner. No es que a la dirección que ella le imprimía, él le opone una política en dirección contraria. Es otra cosa. Él va, vuelve, se acerca, se aleja. A veces marea a los demás. A veces se marea a sí mismo. Es todo un estilo.
Pero en este caso ha comenzado un lento adiós: ya nadie lo podrá acusar de encubrir las violaciones a los derechos humanos que, a diario, ocurren en Venezuela.