Jorge Zepeda Patterson: Fideicomisos, ¿ordeña o combate a la corrupción?

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Como tantas otras cosas en este sexenio el debate de los fideicomisos termina siendo un asunto de fe: le crees a López Obrador o no le crees. El Gobierno ha decidido liquidar más de un centenar de este tipo de organismos; ¿persigue el propósito de limpiar de corrupción y hacer más eficiente el uso de los recursos como dice la 4T?, ¿o de plano solo es un pretexto para echar mano a una bolsa de más de 60.000 millones de pesos para tapar hoyos en las finanzas públicas?

Con 109 fideicomisos susceptibles de revisar y traer a colación, existen argumentos para todas las causas; aquellos que ofrecen respaldo a la urgente necesidad de sanear tan podrido sector, como aquellos que constituyen un claro ejemplo de la tragedia que significaría eliminarlos. Una realidad virtuosa o viciosa según a quien quiera uno escuchar.

Como es tan frecuente desde que López Obrador llegó al poder, todo se ha convertido en materia de un debate a pie de tumba; ambas partes tienen argumentos atendibles más allá de las mutuas descalificaciones. Imposible sanear la conversación pública si nos colocamos en el punto de partida, morir o matar, en la que pretenden enclaustrarnos los contendientes. El presidente ha dicho que quien se oponga a la liquidación de los fideicomisos simple y llanamente está defendiendo la corrupción, una posición que elimina cualquier posibilidad de razonar un tema de interés público tan importante como este. Pero la cerrazón de la contraparte no se queda atrás; según esta versión la eliminación de esta figura jurídica y administrativa es un golpe a la yugular de la sociedad y una traición a las comunidades artística, científica, educativa y asistencial a las que el Gobierno abandona.

Tengo la impresión de que en este embate del Gobierno a los fideicomisos están presentes las dos motivaciones: sanear un sector plagado de malas prácticas y al mismo tiempo hacerse de recursos para apuntalar otros proyectos de la 4T que peligran por la crisis. El presidente mismo ha reconocido que constituye un crimen mantener estos fondos en desuso o mal aprovechados cuando hay campesinos y trabajadores desprotegidos; una declaración que corrobora el hecho de que parte de ellos serán canalizados a otros fines y confirma el temor de muchos de los beneficiarios actuales. Pero también hay que reconocer que cinco meses antes de tomar posesión, el presidente ya había incluido entre sus cien compromisos la promesa de eliminar los fideicomisos, motivado por su deseo de combatir la corrupción y cuando no se preveía la crisis de recursos que hoy experimentamos en buena parte atribuible a la pandemia.

Ahora bien, incluso si asumimos que la supresión de fideicomisos obedece a la preocupación legitima de combatir la corrupción, me parece que con este tema pasa algo similar a lo que sucedió con el huachicol o la adquisición de medicinas. En ambos casos se trató de iniciativas respetables que buscaban sanear un tumor enquistado. Era absurdo seguir ignorando el robo de 80.000 barriles diarios o el mercado corrompido de medicinas por tres empresas que carecían, por decreto, de competidores extranjeros. Pero la precipitación, la falta de sensibilidad y el excesivo optimismo en la intervención provocaron lamentables daños colaterales. Irritación y afectaciones económicas en el caso de la repentina escasez de combustibles y tragedias humanas en el de la desaparición de medicinas. Como si el simple buen deseo o el imperativo moral que guía la intención de cambio exima a la autoridad de las consecuencias que sus actos generan. Y en efecto, la intención es correcta y eso lleva a López Obrador a decir que su conciencia está tranquila; la pregunta es si las cosas pudieron hacerse de una manera más cuidadosa para con los posibles afectados y evitar la muerte de niños por la falta de medicinas, por ejemplo.

Algo similar podría estar pasando con los fideicomisos. Golpear primero y posteriormente intentar subsanar los daños colaterales, sin haber aquilatado cabalmente cuáles serían y cómo podrían haber sido evitados. El presidente habla de los fideicomisos como si todos ellos estuvieran contaminados por las malas prácticas e, independientemente de ello, afirma que se trata de una figura indeseable por su opacidad y el costo en comisiones y aparato administrativo. Y no obstante, varios miembros del gabinete, entre ellos el secretario de Hacienda, han respondido a las críticas argumentando que los científicos, los artistas o las víctimas de desastres van a seguir gozando de los recursos que antes recibían. El problema es que pocos lo creen.

En un mundo perfecto el presidente tendría razón. Se trata de recursos públicos que perfectamente podrían ser ejercidos por la Administración sin necesidad de recurrir a una estructura paralela y que por su autonomía es más opaca. Las ventajas que ofrece un fideicomiso (certeza al mediano plazo y facilitador para que terceros apoyen en sus objetivos, entre otras) pueden ser subsanadas por una gestión pública eficiente y bien intencionada. ¿La habrá?

La desaparición de 109 fideicomisos arrojará un saldo de positivos y negativos. En efecto, algunos eran fuente de corrupción, otros habían perdido su razón de ser; pero hay también algunos cuya eliminación da paso a enormes preocupaciones frente a las actividades vitales que podrían quedar descobijadas. Más allá de seguir satanizando indiscriminadamente a la 4T y esgrimiendo esta acción como una muestra de la presunta perversidad de sus modos y propósitos, los actores afectados y la opinión pública en general tendría que estar atenta a la revisión de caso por caso que la autoridad ha prometido.

Habría sido deseable que el Gobierno hubiera hecho una propuesta previa sobre los recursos que se destinarán a otros fines y los que seguirán siendo destinados a sus propósitos originales, aun cuando ahora se haga por otras vías. Es evidente que esa tarea aún no ha sido hecha. Sería muy conveniente la participación de todos en el monitoreo y la crítica que acompañe este ejercicio y no dejar solo al Gobierno en algo que, es evidente, nos atañe a todos. Pero eso requiere despolitizar el caso, dejar atrás la descalificación destinada a las redes sociales y comenzar a hacer la crítica honesta y aguda sobre lo que merece sobrevivir de un sector que, ciertamente, padece vicios pero también virtudes.

 

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