Deformación o degradación de voces como “pueblo” o “popular”, la voz “populismo” alude a la manipulación de gobiernos, tanto de derecha como de izquierda, para burlar groseramente a ese mismo pueblo que se dice defender y enaltecer. El populismo reúne siempre parecidos ingredientes: el carisma de algún vociferador junto a su desvergonzada capacidad para ofrecerlo todo, la facultad del mismo gritón para hablar por demasiado tiempo y con insoportables énfasis, las insatisfechas aspiraciones colectivas garantizadas por el habitual vociferador, la fragilidad o ausencia de tradiciones políticas e instituciones respetadas, la exacerbación de tópicos nacionalistas…
De la veracidad de voces como “pueblo” y “popular” a la abyecta mentira populista: degradación de las ideas y de las imágenes en medio de una chabacana estafa. En ciertas ocasiones, el líder populista acostumbra coquetear con argumentos ideológicos, apoyándose en ellos pero sin hacerlos suyos realmente. Se convierte, así, en ideólogo por conveniencia. Utiliza esa ortopedia del pensamiento que son las ideologías para arrastrar a sus seguidores a la cómoda actitud de no pensar. El argumento ideológico permite al jefe bocón disfrazar sus apetencias y ambiciones. Por cierto que es un argumento susceptible de generar una de las peores perversiones populistas: la aparición del culto a la personalidad: fervor destinado a perpetuar en el poder no solo a ciertas individualidades sino, incluso, a dinastías enteras.
Populismos protagonizados por caudillos militares o dirigidos por nostálgicos del fascismo o empapados en sangre revolucionaria… El resultado es el mismo: ausencia de sentido común, irracionalidad, y, a la larga, apatía y mutismo obediente en medio de colectivas formas de extrema estupidez…