Toda actividad productiva que se desarrolle en el país, para el equipo de “La Otra Vía” es digna de respeto, admiración y de estímulo. Pero mucho más lo es si la misma es aquella que nace, se acomete y se convierte en ejemplo de esfuerzo, de motivación colectiva y de respuesta a la demanda permanente que también activa la ciudadanía.
Obviamente, cuando hablamos de producción, deducimos que es, además, la sabia respuesta que es capaz de ofrecer la población de trabajo, cuando ella es estimulada, respaldada y convertida en la más genuina de las demostraciones de que sí se puede avanzar, si se puede triunfar. Pero, además, se puede competir, y convertir al país en Patria, y la vocación de trabajar en aquello por lo que a diario abrimos los ojos, y decimos que eso que hacemos nos honra ante nosotros mismos y ante el resto del mundo.
Aquí nos resistimos a admitir que somos un país fracasado y de fracasados. Pero también a no aceptar que las reformas, los cambios, las transformaciones y la evolución no van a ser durante el tiempo requerido por el esfuerzo planteado, si, antes que producir, renegamos del país. Si desestimamos sus alternativas, y nos dedicamos a hacerle el juego al ocio, el distanciamiento afectivo, y a capitalizar beneficios del facilismo, como a aprovecharnos del trabajo ajeno.
Lo hemos dicho en “La Otra Vía” desde siempre. Hoy lo repetimos: saldremos del foso en el que caímos. Pero no hay que incurrir en el error de esperar a que nos saquen, vengan a sacarnos y luego a atarnos los brazos, las piernas, hasta que nuestros ojos pierdan su razón de ser.
Hay que creer en nosotros. Hay que confiar en nosotros. Hay que ver y entender al mundo a partir de nuestra potencialidad, como también del equilibrado concepto que tengamos del triunfo. Asimismo, de la convicción de que sólo se vence si estamos claros en lo que queremos, en cómo podemos avanzar, y, sin duda, si el propósito es desarrollarnos a partir del trabajo, de la conversión de la sabiduría, de la administración inteligente de los recursos disponibles, como de los recursos puestos al servicio de los riesgos.
Ciertamente, los retos de Venezuela son abundantes, exigentes y comprometedores. Y su máximo aprovechamiento está relacionado, insistimos, con lo que hoy somos y lo que deseamos ser. ¿Tenemos claro a qué futuro creemos que nos estamos enfrentando?
Por lo pronto, hay que construir debates. No para alimentar o estimular la distracción que necesitamos, en vista de que seguimos convencidos del predominio del simplismo de que no es necesario cambiar, sino de adecuarnos en el espacio donde nos movemos.
Y aunque luzca exageradamente pobre como planteamiento inicial, hay inquietudes que alarman y que en Venezuela siguen recibiendo un tratamiento de menos atención y cariño. Se trata el de qué respuesta ofrecerle a la demanda de alimentos de una población que oscila entre 25 y 28 millones de ciudadanos. Mejor dicho, a una gran población que no dispone de ingresos salariales constantes y crecientes; a una ciudadanía que ha debido someterse exclusivamente a las opciones de la informalidad; a una muchachada que, día a día, no sabe cómo recibir la mejor formación para alcanzar los más óptimos resultados académicos, y que ahora está obligada a depender de lo que la pandemia y su enfrentamiento arroje.
La historia productiva venezolana está llena de maravillosos ejemplos de alimentos primarios, procesados y hasta de bienes terminados para la exportación. Pero ahora también de un progresivo desplome nacional, en respuesta ante atrevimientos verdaderamente improductivos. Y lo peor: la imposibilidad de que varios de esos millones de hermanos sin trabajo, ingresos, como de rendimientos productivos, les permitan satisfacer sus necesidades alimenticias básicas.
Sin alimentos ni alimentación, no es posible esperar rendimientos físicos y mentales; tampoco mejores ciudadanos y mucho menos un país sobresaliente por el beneficio del progreso. Pero, ¿qué hacer para que, como ante otros requerimientos, podamos alcanzar mejores resultados?