La esperanza nos sostiene, otorgando un porqué a esfuerzos y convicciones. La esperanza nos alimenta. Nos aleja del pesimismo. A su lado entendemos un poco mejor nuestra relación con el tiempo (lo humanamente válido de nuestra relación con él). La esperanza es conjuro contra la desesperación, contra el desánimo y la incuria. Imposible no acompañar de esperanza nuestra posibilidad de intervenir en el mundo; imposible no apostar, junto a ella, en contra de la desilusión o la indiferencia.
La esperanza es enemiga del desconcierto aunque no del asombro. Aquél, significa sucumbir al sinsentido, percibir el absurdo desvaneciendo proyectos y acciones. Nunca será el absurdo (y sus secuelas: el escepticismo o el nihilismo) una buena compañía para nuestros recorridos. El asombro, por el contrario, sí es útil: suele conducirnos al reconocimiento de un significado para nuestras experiencias. Nos obliga a entender, a no dejar nunca de indagar.
Junto a la esperanza convertimos nuestros hallazgos en respuesta y en rutina. Y es que también la humilde rutina puede ser inspiración, fortaleza, orientación, perseverancia…
La esperanza va mucho más allá de la simple espera. Se relaciona con expectativa. Se asemeja, también, a gratitud y a reconciliación con nuestra realidad.
En su poema “Elogio de la sombra” dice Borges: “La vejez (tal es el nombre que los otros le dan) puede ser el tiempo de nuestra dicha … (en ella) quedan el hombre y su alma.” A fin de cuentas, todo recorrido, todo camino construido debería concluir en el cumplimiento de la esperanza de un ser humano por haber logrado identificar “su alma”, por haber descubierto una esencial identidad entre su tiempo y su rostro.
Quizá aprendemos a reconocer el valor de la esperanza a medida que envejecemos, cuando comprendemos, -y aquí cito a Goethe- que envejecer es una “gradual retirada del mundo de las apariencias”. Nuestra esperanza crece por ello cuando vamos descubriendo la diferencia infinita que media entre lo auténtico y lo aparente, entre lo valedero y lo insustancial.