Julia Kassem: Un año después del inicio de las protestas libanesas

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Un año después de que el ex primer ministro libanés Saad Hariri dimitiera en medio de las protestas contra el gobierno ante las medidas de austeridad impuestas por el FMI, el gobierno libanés, sorprendentemente, está retomando las conversaciones para poner de nuevo a Hariri en el mismo puesto que generó, durante su mandato, años de frustración popular debido ante todo a la corrupción, la privatización y la inestabilidad económica y política.

El jueves 22 de octubre Hariri fue nominado una vez más por el establishment dominante del Líbano, y se comprometió a formar nuevo gobierno meses después de no haber conseguido nombrar a un nuevo primer ministro cuando el estancamiento y la inestabilidad política abocaron a renunciar al gabinete, con solo siete siete meses en el poder, del anterior primer ministro Hassan Diab.

Hariri, heredero del mismo régimen económico iniciado por su padre, Rafic -quien transformó Beirut al fomentar un desarrollo inmobiliario desregulado a través de su empresa, Solidere, que convirtió básicamente la ciudad en la empresa privada de su clan- se erigió en el rostro de la corrupción y el nepotismo en el Líbano por muy buenas razones.

Apenas unas semanas antes de las manifestaciones del 17 de octubre de 2019, Hariri fue criticado tras una historia aparecida en The New York Times que revelaba un regalo de 16 millones de dólares que obsequió  a una modelo sudafricana en bikini en 2012.

Las protestas populares se iniciaron el 17 de octubre en respuesta a las medidas de austeridad respaldadas por el FMI a propuesta del ministro de Telecomunicaciones para gravar las aplicaciones de voz ampliamente utilizadas por los libaneses (que se denominaron la “tasa Whatsapp”).

Como era de esperar, la respuesta de Hariri a las paralizantes medidas de austeridad fue… más austeridad. Su “plan de 72 horas” presentado tras las protestas para abordar la disidencia popular, fue poco más que una ridícula repetición de las mismas políticas que  habían impulsado a la gente a salir a las calles. Hariri propuso una mayor privatización del sector eléctrico (un plan sectorial bajo su dominio) y presionar para obtener más paquetes de donantes occidentales (que comprometieron 11 millones de dólares), que van llegando con su predecible promesa de una mayor deuda en el sector público.

Por supuesto, la superestructura sectaria que reina en el Líbano se aseguró de que, pocos días después de su renuncia, no se quedara sin el apoyo iconoclasta. Futuros miembros de camarillas, quizás producto de las décadas de clientelismo y territorialismo sectario que transformaron a líderes corruptos e impopulares en figuras de clanes –o, como decimos en el Líbano, saims– que defienden los privilegios de determinadas comunidades ante la ausencia del Estado.

Este proceso de rehabilitación de la imagen de Hariri, que conduciría a su eventual regreso un año después, revela una realidad lamentable sobre la naturaleza del poder político en el Líbano: el alcance en el que las relaciones materiales entre el ciudadano y Estado (o su carencia), definidas durante demasiado tiempo por la dependencia en la arraigada superestructura del clientelismo, necesita de una movilización mucho más profunda que la esperanza aportada por las protestas.

Mahdi Amel, también conocido como el “Gramsci árabe”, teorizó hace décadas que el sectarismo en el Líbano es la máscara del “modo colonial de producción” con el que el capitalismo libanés se ha desarrollado en subordinación al imperialismo económico.

Lo más importante es que el fracaso del “hirak” del 17 de octubre radica en la incapacidad de las protestas populares para cambiar la dinámica material, institucional y económica de los ciudadanos ante su Estado, con independencia del prolongado régimen del Líbano bajo el capital financiero internacional.

¿Y cómo podía haber sido? La misma movilización institucional que habría sido necesaria para forzar una transferencia de poder del saim al ciudadano estaba comprometida por la privatización y la erosión de la infraestructura estatal durante décadas. Las cooperativas, los ministerios y los consejos municipales se han transformado, de su previsto papel como mediadores entre los ciudadanos y los trabajadores y su gobierno, a meros soportes del capital financiero de actores poderosos ante la propiedad. Hoy en día, las cooperativas de agricultores y trabajadores no brindan poder de negociación ni asistencia de mercado a los agricultores, sino que actúan poco más que como depósitos para la venta de productos petroquímicos y como instalaciones locales de malversación y nepotismo.

En cualquier revolución con éxito, una transferencia de poder afortunada implica el necesario traspaso de las instituciones al pueblo, pero está claro que en el Líbano ocurrió lo contrario: las “superestructuras de la sociedad” han convertido en arma, a su vez, su control sobre la hegemonía existente de dominio del capital financiero y la ausencia de la presencia estatal, cambiando la narrativa y, por tanto, el resultado de las protestas que deberían haber procesado a los arquitectos de la crisis.

El Banco Central

El insidioso papel del capital financiero internacional en el Líbano no solo ha sido fundamental para mantener las relaciones materiales de poder entre una serie de compinches respaldados por Occidente y el Estado, sino también la narrativa que finalmente determinó el resultado del movimiento.

Desde el principio, el Banco Central financió a MTV y Al Jadeed trabajó para enmarcar las protestas como si fueran anti-Hizbolá en lugar de anticorrupción. Al exponer una narrativa similar a la promulgada en los medios de comunicación estadounidenses en aquel momento, dicha narrativa se centró específicamente en los manifestantes de derechas en las  zonas falangistas o de las Fuerzas Libanesas, desviando el marco de la cuestión fuera de sus orígenes, la forma de actuar el capital financiero, y promoviendo una narrativa sectaria y policial que favoreciera los intereses de Estados Unidos.

Aunque Hizbollah se abstuvo de votar por Hariri en su renovado nombramiento, anteriormente habían apoyado su designación para formar parte de un gobierno de unidad que sofocara las tensiones civiles.

La fuente del problema -que se puso ya de manifiesto en el régimen del gobierno posterior a la guerra civil iniciada en 1993, compuesto por Rafic Hariri, el presidente del parlamento Nabih Berri y el presidente del Banco Central, Riyadh Salameh- había sido la nueva burguesía contratista-clientelista que había mantenido eficazmente el régimen clientelista-capitalista que había proliferado en el ambiente de anarquía de la guerra civil.

El papel de Salameh, al facilitar y prolongar las políticas financieras amistosas hacia Estados Unidos, contener la malversación y el mantenimiento de políticas centradas en los bienes raíces, representa el núcleo y la fuente de la corrupción endémica que ha reinado durante décadas en el Líbano.

Bajo su autoridad, al pueblo libanés le robaron al menos 106.000 millones de dólares debido a su negligencia y falta de control de la malversación y corrupción de las pequeñas cuentas en dólares. En los últimos dos años, los estrictos controles de capital provocados por las sanciones respaldadas por Estados Unidos y el Golfo, diseñadas para estrangular a Hizbollah y a su electorado en el Líbano, han ayudado a deshacerse de un tipo de cambio estable de 23 años, lo que ha permitido que la lira se desplomara a menos de una décima parte de su valor estable.

Hariri, aliado de Salameh, defendió una vez más al gobernador del Banco Central a principios de este año, insistiendo en que Salameh tenía “inmunidad” y que “nadie podía despedirlo”.

El estancamiento del gobierno de Diab

En diciembre, como resultado de las protestas, un nuevo gobierno encabezado por el candidato independiente Hassan Diab, aprobado por Hizbolá, trató de apartarse del dominio del capital financiero respaldado por Estados Unidos e impulsar un papel un poco más responsable del nuevo líder y sus ministros designados.

Sin embargo, el gobierno de Diab y el Banco Central elaboraron dos políticas separadas y contradictorias para intentar mitigar los impactos causados por el enfoque extorsionador de Salameh y conseguir aliviar la situación económica, lo que obstruyó la distribución de recursos del propio banco. Los enfrentamientos entre el gobernador del Banco Central, Riad Salameh, y Hassan Diab -este último que acusó al primero de diseñar la crisis-, se manifestaron en políticas y visiones contradictorias sobre el papel del gobierno en el Líbano que contribuyeron a la salida de Diab y de su gabinete del gobierno después de la explosión del 4 de agosto en el puerto de Beirut.

Apenas unas semanas antes de la renuncia de Diab, un tribunal libanés ordenó la incautación de los activos de Salameh, muchos de los cuales los había acumulado por su papel en la gestión de los bancos del Líbano en seguimiento de un esquema Ponzi corrupto que malversó el dinero de los depositantes libaneses. La demanda de confiscar los activos del gobernador del Banco Central, así como los de sus compinches, contó con los apoyos  del movimiento “La gente quiere la reforma del sistema”, movilizado a raíz de la orden judicial.

Incluso la más mínima concesión, ofrecida por una propuesta de un paquete de ayuda de 400.000 liras libanesas al mes para las familias más afectadas y ayuda para el sector económico, fue combatida por los opositores políticos del entonces gobierno en el Parlamento, incluido el Partido Socialista Popular de Walid Jumblatt (que ya no es ni popular ni socialista) y el Movimiento del Futuro. En cualquier caso, el nivel de hiperinflación que había en ese momento hizo que la distribución, una chapuza mal organizada, se hubiera devaluado enormemente cuando llegó a las familias.

Con Hariri de vuelta, una se siente decepcionada, pero no sorprendida, ante las dificultades que tiene el Líbano para deshacerse de su élite corrupta. Sin embargo, en el Líbano, como en otros lugares, el régimen represivo final es una vez más la dictadura del capital financiero y sus agentes que han vuelto a sabotear eficazmente la capacidad de la política y de la voluntad popular para moldear y cambiar los resultados.

Forma parte de la US Palestinian Community Network en Detroit.

 

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