Donald Trump miente muchísimo. De hecho, miente tan a menudo que algunos medios de comunicación procuran mantener un cómputo actualizado, e incluso intentan extraer inferencias políticas a partir de las fluctuaciones en el número de mentiras que cuenta en un mes cualquiera (aunque la tendencia ha ido inexorablemente en ascenso).
Sin embargo, en las últimas semanas hemos cruzado una especie de umbral. No se trata tanto de que Trump mienta más, sino de que las mentiras son cualitativamente diferentes, todavía más descaradas, y cada vez más desligadas de cualquier estrategia política verosímil.
En otros tiempos, las mentiras de Trump tendían a ser, por ejemplo, las afirmaciones repetidas de que estaba a punto de presentar un plan de atención sanitaria que sería mucho mejor y más barato que el Obamacare, y que no dejaría de proteger a las personas con afecciones preexistentes. Quienes seguíamos de cerca la cuestión sabíamos que ese plan no existía, y de hecho, que no podía existir dada la lógica del seguro sanitario; también sabíamos que había hecho la misma promesa muchas veces, pero nunca la cumplía.
Pero los votantes corrientes no son expertos en política sanitaria y puede que no recordaran todas esas promesas incumplidas, de modo que existía al menos una posibilidad de que algunos se dejaran engañar. En cierto sentido, las afirmaciones de Trump quejándose de que era víctima de una enorme conspiración del “Estado profundo” eran similares. Para los que conocen cómo funciona realmente el Estado estaba claro que eran tonterías. Pero muchos votantes no son expertos en derecho civil, y la teoría de la conspiración le servía —como sus declaraciones de que todos los informes negativos son “noticias falsas”— para escudarse frente a los datos incómodos.
Pero las mentiras recientes de Trump están siendo distintas. El martes, la oficina de ciencia de la Casa Blanca fue más allá de las afirmaciones ahora habituales de que estamos “doblando la esquina” del coronavirus, y declaró que uno de los principales logros del Gobierno ha sido el de “poner fin a la pandemia de covid-19”. ¿A quién se suponía que debía convencer, cuando casi todo el mundo es consciente no solo de que la pandemia continúa sino de que los casos y las hospitalizaciones por coronavirus se están disparando? Solo sirvió para hacer que Trump parezca aún más alejado de la realidad.
Pero esperen, la cosa se pone peor. En el debate de la semana pasada, Trump declaraba que Nueva York es una “ciudad fantasma”. Ocho millones de personas pueden comprobar a simple vista que no es cierto. El martes, mientras hacía campaña en Pensilvania, afirmó una y otra vez que, por culpa del gobernador demócrata, “no podéis ir a la iglesia”. Miles de pensilvanos practicantes saben que eso es sencillamente falso. El miércoles, de campaña en Arizona, Trump se dedicó a despotricar contra California, donde “tienes que llevar una mascarilla especial, no puedes quitártela en ninguna circunstancia. Tienes que comer con ella puesta. ¿A que sí, Charlie, a que sí? Es un mecanismo muy complejo”. Como nos dirán 39 millones de californianos, no existe nada remotamente parecido.
Insisto, ¿a quién se supone que va a convencer? Es difícil verle ningún aspecto político positivo a unas confabulaciones tan ridículas, que exigen que la ciudadanía rechace su propia experiencia directa. Todo lo que hacen —y odio decirlo, pero es evidente— es suscitar dudas acerca de la estabilidad del presidente.
Entonces, ¿qué está ocurriendo? Trump no será el primer político que profiera terribles ataques verbales en una situación de derrota electoral. “Ya no tendréis un Nixon al que maltratar”. Recuerden también que Roy Moore, derrotado en las elecciones especiales al Senado como representante de Alabama en 2017, nunca se dio por vencido.
De hecho, casi todo el mundo se espera la madre de todos los berrinches, posiblemente con llamamientos a la violencia incluidos, si, en efecto, Trump pierde la semana que viene. Hasta cierto punto, es posible que esté empezando con antelación.
Pero yo diría que lo que está pasando es más profundo. Lo que Trump ha ido revelando, más claramente que nunca, es que tiene una mentalidad dictatorial. Después de esas grotescas afirmaciones sobre las mascarillas californianas, releí Mi Guerra Civil española, el ensayo clásico de George Orwell. Al observar a los fascistas españoles y a sus simpatizantes —incluidos muchos periodistas británicos—, a Orwell le preocupaba que “el concepto mismo de verdad objetiva esté desapareciendo en el mundo”. Temía un futuro en el que, si el líder “dice que dos y dos son cinco… pues dos y dos son cinco”.
La cuestión es que para Trump y muchos de sus seguidores, ese futuro ya ha llegado. ¿Cree él que hay alguna verdad en sus absurdas afirmaciones de que a los californianos les obligan a comer con unas complicadas mascarillas puestas? Esa es una mala pregunta, porque no acepta que exista nada parecido a una verdad objetiva. Hay cosas que quiere creer, y las cree; hay otras que no quiere creer, así que no las cree.
Lo temible de todo esto no es solo la posibilidad de que Trump todavía pueda ganar —o robar— un segundo mandato. Es el hecho de que casi todo su partido, y decenas de millones de votantes, parecen perfectamente dispuestos a seguirlo al abismo.
En efecto, la actual estrategia republicana se basa casi por completo en intentar asustar a los votantes hablándoles de cosas malas que no están ocurriendo –como la enorme oleada de violencia anarquista que barre las ciudades de Estados Unidos– y al mismo tiempo no fijarse en las cosas malas que realmente están ocurriendo, como la pandemia y el cambio climático. Esta estrategia puede funcionar o no; es probable que este año fracase. Pero, funcione o no, envenenará la vida política estadounidense durante muchos años.
Premio Nobel de Economía. © The New York Times, 2020.