El fenómeno de Trump es producto de la globalización, al menos la forma que ha predominado durante las últimas décadas. La globalización es la interconexión en todos los ámbitos de actividad (político, cultural, económico, legal, personal y otros); está relacionada con la revolución de las tecnologías de la información y la comunicación. Se la suele equiparar con el mercado global y las políticas promercado, en especial la libre circulación de bienes y capitales (pero no de trabajadores). Pero también ha creado más conciencia general sobre cuestiones como el cambio climático, la guerra, la pobreza extrema, la deuda y la represión. Las elecciones presidenciales de 2016 se presentaron como el enfrentamiento entre el ciudadano corriente y la élite mundial. Trump representaba el nacionalismo y Hillary Clinton era la globalización neoliberal. Si Joe Biden gana las elecciones ¿podrá fomentar una globalización distinta, que tenga en cuenta las inquietudes sobre el futuro social y ecológico del plantea?
El trumpismo tiene paralelismos con corrientes similares en otras partes del mundo, como el Brexit en el Reino Unido, Orbán en Hungría, Putin, Modi y Bolsonaro. Comparten una mezcla de capitalismo clientelista y extremismo identitario: racismo, nacionalismo étnico y fundamentalismo religioso. Sus ideologías prometen el resurgimiento de un patriarcado sórdido y cargado de misoginia y homofobia. La aparición de estos movimientos tan nocivos es una consecuencia de la globalización neoliberal por dos motivos principales. En primer lugar, la coincidencia de la liberalización económica y las medidas de austeridad han provocado un drástico aumento de las desigualdades en todo el mundo, especialmente tras la crisis financiera de 2008. Las medidas de austeridad para reducir la deuda pública perjudicaron sobre todo a los más pobres, mientras que a los bancos y los más ricos ni siquiera se los castigó. En particular, las zonas industriales tradicionales —el cinturón oxidado en EE UU, el muro rojo en Gran Bretaña, amplias zonas de los países poscomunistas— sufrieron debido a la competencia internacional y la fuga de capitales y se convirtieron en “las áreas abandonadas” o “los lugares que no importan”. Fue la frustración en esas regiones la que aupó a Trump.
En segundo lugar, el desarrollo de los flujos mundiales de dinero y la dependencia de los ingresos procedentes de recursos minerales, especialmente el petróleo, crearon Estados rentistas, es decir, que vivían de créditos y rentas en vez de impuestos, y eso llevó a buscar esas rentas como fuera, lo que los estudiosos de los países dependientes del petróleo denominan “la maldición de los recursos”. A ello se añadió la cultura de las privatizaciones y los contratos externos, consistente en que el Estado paga a empresas privadas para que se encarguen de funciones públicas. El resultado fue la aparición de nuevas élites en las que se intercambian los políticos y los oligarcas; estos financian las campañas y aquellos les otorgan contratos. En EE UU ocurre hace muchos años con el complejo industrial militar, pero Trump ha añadido su propia familia de empresas, con intereses en países como Rusia e Israel.
Los dirigentes autoritarios populistas no pueden revertir las consecuencias de la globalización neoliberal. Las políticas proteccionistas de Trump, sus guerras comerciales, las restricciones a la inmigración y el rechazo al multilateralismo no benefician a sus partidarios, que, sin embargo, se han mantenido sorprendentemente fieles a él. En el Reino Unido, Boris Johnson ha gastado miles de millones en contratos privados con empresas que apoyaron al Partido Conservador y la campaña del Brexit, pero no parece capaz de ayudar económicamente a los que votaron por él en las circunscripciones del muro rojo. El proteccionismo es lo que el difunto sociólogo Ulrich Beck habría llamado un concepto zombi. Como todas las actividades, especialmente las económicas, están tan entrelazadas, las restricciones al comercio solo sirven para empeorar las cosas. Limitar la inmigración tampoco libera los puestos de trabajo que necesitan los habitantes de las zonas olvidadas sino que las restricciones frenan la actividad económica. Las formulaciones nacionalistas y racistas pueden ayudar a obtener el poder, pero no a ofrecer soluciones a los más vulnerables a su retórica.
Lo que hace falta es una reforma mundial. El mundo necesita unas instituciones capaces de gravar, regular y controlar los males mundiales como las desigualdades y la pobreza, la destrucción medioambiental y la guerra. Las instituciones económicas internacionales están abandonando las medidas de austeridad, pero, para que esa nueva política sea sostenible, es necesario un programa generalizado de reestructuración de la deuda. También hace falta cobrar impuestos a los gigantes multinacionales, como Google, Amazon o LVMH, que se escapan a las jurisdicciones nacionales; controlar la especulación financiera y gravar las emisiones de carbono. Y necesitamos instituciones capaces de promover bienes públicos como la redistribución social y económica, la lucha contra la pobreza, la cooperación frente a las pandemias mundiales, medidas consensuadas para detener el cambio climático y la organización de esfuerzos para hacer frente a las guerras, el terrorismo, el crimen internacional y otros tipos de violencia.
¿Será posible todo esto si gana Biden? Da la impresión de que se ha apartado del neoliberalismo de sus predecesores, y está comprometido con la justicia social y un amplio programa de inversiones en energías renovables. Se ha propuesto reincorporarse a los Acuerdos de París y a la OMS y respetar el pacto sobre Irán. Habla de “restaurar el liderazgo de EE UU”. Ahora bien, procede de la misma camada que sus antecesores demócratas y, como todos los políticos estadounidenses, está en manos de las empresas que le patrocinan. Además, una victoria de Biden no cambiará el comportamiento de Rusia, China ni India, por lo que revivir el multilateralismo será muy difícil. Y, por si fuera poco, la marca de EE UU ha quedado muy empañada porque los años de presidencia de Trump han minado la confianza internacional en sus promesas.
Por otra parte, existe un verdadero peligro de que, aunque Biden gane las elecciones, no pueda tomar posesión. Los miembros de la extrema derecha que apoya a Trump están armándose. Hay otros países en los que los dirigentes derrotados han fomentado la violencia para mantenerse en su cargo. Biden tendrá que lidiar con el monstruo social creado por Trump. No es impensable la pesadilla de un país fragmentado, dividido y en parte violento.
Por eso es tan importante reformar el gobierno mundial y por eso no podemos dejar la tarea en manos de Biden. La globalización tiene otra faceta, que es la eclosión de la sociedad civil mundial y la gobernanza mundial. En los años ochenta, noventa y dos mil creció la importancia de los derechos humanos y la democracia, se extendieron las labores de paz internacionales y aumentó la presión para abordar el cambio climático, que culminó en los Acuerdos de París. Quizá fueron unos triunfos demasiado breves y, en algunos casos, contaminados por su vinculación al neoliberalismo. El ascenso del autoritarismo populista ha representado el regreso de la geopolítica, aunque en una variante nueva, que se caracteriza por los ataques informáticos, las injerencias tecnológicas y la utilización de fuerzas especiales y ataques aéreos en varios conflictos. Pero la sociedad civil mundial no ha desaparecido. Las manifestaciones en Sudán, Irak, Líbano y Bielorrusia, entre otros lugares, protestan contra la mezcla de capitalismo clientelista y extremismo identitario. “Nos saquean en nombre de la religión”, dicen los manifestantes iraquíes. Además, las protestas están encabezadas por mujeres, que, al ocupar la primera línea, consiguen evitar la violencia. Black Lives Matter se extendió a pesar de las restricciones por la covid. Biden puede dar un paso para reformar el gobierno mundial, igual que la Unión Europea, pero hacen falta presiones desde abajo para marginar al autoritarismo populista y exigir a EE UU y a la UE que contengan los males mundiales e impulsen el bien.
Profesora en la London School of Economics y directora de la Unidad de Investigación de Sociedad Civil y Seguridad.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.