“Me metí en la madriguera del conejo. Empecé a investigar”. Así explicaba Kelly Ferro, una peluquera de Wisconsin, cómo había dado con las cloacas del Estado en Internet. Yendo de un enlace a otro, relató a la revista Time, llegó a la conclusión de que una red de pedofilia y satanismo infiltrada en el Gobierno, en los mercados y en los medios pretendía derribar a Donald Trump. ¿Les suena delirante? Pues es QAnon, la teoría más fuerte del conspiracionismo. Tiene millones de seguidores en Estados Unidos y una simpatizante recién elegida en el Congreso, la republicana Marjorie Greene.
Los grupos QAnon transitan por caminos trillados. Son una evolución de otros bulos, y estos ha habido desde la Edad Media, solo que Internet les ha dado sobrerrepresentación. Con la pandemia se han subido al tren del negacionismo. El 25% de los estadounidenses cree que la covid-19 podría ser un experimento planeado, según el Pew Center. Además, y aquí volvemos a la señora de Wisconsin, para mucha gente esas teorías pueden resultar entretenidas: a los seguidores de QAnon se les plantean enigmas para resolver como si fueran detectives. Si lo consiguen, ganan prestigio dentro de la comunidad y sus interpretaciones pasan a constituir pruebas. Muchos ciudadanos creen de corazón que están destapando información clasificada. ¿Quién puede competir con la euforia de descubrir un misterio?
El sociólogo francés Gérald Bronner, que trabaja sobre las creencias colectivas, habla de una liberalización del mercado cognitivo. En la Red cada punto de vista tiene el mismo valor. Y muchos individuos valoran más su opinión que la ciencia. Cuanto más informados se sienten los profanos, ya sea sobre los transgénicos o sobre las vacunas, más cuestionan a los expertos.
Después de impulsarlos durante años, las plataformas Twitter, YouTube y Facebook han empezado a ponerle freno a estos contenidos. Pero al mismo tiempo la complosfera crece a través de WhatsApp y Telegram. Casi siempre es gente normal la que difunde los mensajes, no imaginemos a ermitaños atrincherados en sus sótanos alimentándose de latas. Si están convencidos de que beber clorito de sodio cura el coronavirus, pero que precisamente por eso las grandes farmacéuticas lo han vetado, se lo contarán a sus seres queridos. Así es cómo mentiras peligrosas para la salud van ganando tracción.
El debate con estos creyentes es estéril. Al preguntarles en qué se basan, citan estudios que luego fueron retirados. Apelan a pseudo científicos que se presentan como héroes marginales, genios visionarios. Reniegan de la Organización Mundial de la Salud (OMS), de las estadísticas oficiales, de los medios, porque para ellos están vendidos. Las nuevas ficciones les entretienen. Se sienten partícipes de algo exclusivo. Se han convertido al mismo tiempo en receptores y fabricantes de autoridad.
@anafuentesf