John Lange y María Fernanda Palacios en un almuerzo en familia, por Milagros Socorro

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—Estamos John y yo –dice María Fernanda Palacios– en algún momento de 1990, el año en que murió mamá, quien falleció el 16 de septiembre. Estamos en el sofá de la casa de mamá, a quien acababan de imponerle la Orden Francisco de Miranda. Ella ya estaba muy enferma y pocas veces bajaba a la sala. Para esa ocasión, nos reunimos para almorzar en familia. Además de su hermana, mi tía Diana Zuloaga, estábamos mi hermana Isabel y sus hijos Gonzalo Grau Palacios, mi sobrino mayor, y Diego Cabrujas Palacios, mi sobrino menor, entonces un niño, Roberto Ruiz, quien siempre fue un hijo para mi mamá y es parte de la familia aunque ya estábamos separados; y esos tres amigos entrañables e inseparables de ella (y míos): Isaac Chocrón, Elías Pérez Borjas y John Lange.

Quien habla es la mujer de esta foto (guardada en el Archivo Fotografía Urbana); y, aunque el aludido John está muy elegante y exhibe una sonrisa franca, pasa casi desapercibido: nuestras miradas están prendidas —prendadas— en ella. No solo porque está en el centro de la composición, sino por el magnetismo de su sonrisa luminosa; el movimiento relajado de los hombros, que acaban de virarse como en noche de cumbia para apoyar el trago en la rodilla; su fina cintura, envuelta en un wrap dress (vestido envolvente, que se cruza y enrolla al cuerpo) de seda; y, en general, esa mezcla de sobriedad y sensualidad en la que el clásico chignon pegado a la nuca y la perla solitaria como zarcillo hacen tensión con el talle flexible, el brazo lustroso y la pierna depilada, asomada al entreabrirse el traje sin botones. La planta, a la derecha, parece haberse alborotado al girarse para verla.

John Lange y María Fernanda Palacios | Fotografía del Archivo Fotografía Urbana
John Lange y María Fernanda Palacios | Fotografía del Archivo Fotografía Urbana

John y María Fernanda

El vaso está seco. ¿Se ha tomado ya el whisky en las rocas? Y el bolso, arrumbado en el extremo del sofá, nos lleva a pensar que ella se ha arrimado para acercarse a John, quien cruza con alguien una mirada de “no te llevo nada…”. Es el epítome de la elegancia caraqueña, a un tiempo contenida y jubilosa. Llena de luz.

John es John Lange. Uno de los más grandes diseñadores gráficos de Venezuela, quien había estudiado grabado y serigrafía en el TAGA (Taller de Artistas Gráficos Asociados) fundado por Luisa ‘La Nena’ Palacios, que es a quien ella llama “mamá”. En la época de la foto, además de desarrollar su obra gráfica y diseñar publicaciones, Lange era director del área cultural de Corp Banca (1998-1999).

Y ella es María Fernanda Palacios Zuloaga, profesora de la Escuela de Letras de la UCV, desde que egresó de sus aulas, y directora entre 1984 y 1987; poeta (su primer libro fue Por alto / por bajo, Dirección de Cultural, UCV, 1974); ensayista, autora, entre otros, de imprescindibles como Sabor y saber de la lengua, (Monte Ávila Editores, 1986) Ifigenia: Mitología de la doncella criolla (Ediciones Angria, 2001) y coordinadora de la Obra Completa de Teresa de La Parra, (Monte Ávila Editores, 1982).

“El libro se va a retrasar”

—John y yo –explica María Fernanda Palacios– nos apartamos para conversar sobre un trabajo que estábamos haciendo juntos y que lamentablemente no pudo realizarse: mi libro El movimiento del grabado en Venezuela, que se publicaría mucho más tarde, en 2003, en las ediciones de la Facultad de Humanidades de la UCV, libro que escribí como un homenaje a mi mamá y que ella afortunadamente llegó a leer. Originalmente, estaba pensado como una publicación para el aniversario del TAGA, con una edición concebida por John en todos sus detalles. Juntos habíamos seleccionado ya un conjunto estupendo de documentos gráficos, las obras significativas que debían aparecer, así como fotografías del álbum familiar sobre los orígenes y los años del «Taller» de Luisa Palacios. Mi ensayo estaría acompañado por uno de Rafael Romero sobre el TAGA. John ya tenía el diseño en ciernes. Pero, para esa fecha, el libro llevaba meses estancado entre las gavetas de un editor cuyas publicaciones no observaban todo el cuidado, el rigor y la belleza que había concebido John, a quien ese día y en ese sofá le dije que yo había retirado el manuscrito.

La muchacha de Valle Abajo

—Lo primero que pienso al ver esta foto –dice Diego Arroyo Gil, biógrafo de La Nena Palacios y amigo y confidente de la hija– es que María Fernanda siempre ha estado rodeada de caballeros y que todos la han querido indeciblemente. John Lange era uno de ellos. Recuerdo bien la primera vez que Mafer me habló de él. Lo describió como «sensible y fino». No tardé en confirmarlo cuando, días más tarde, al entrevistarlo, percibí que la afinidad entre ambos se debía a su común pertenencia a una misma aristocracia interior. No solo compartían un vínculo entrañable con la Nena Zuloaga, madre de ella y maestra de él. (Así aludía John a La Nena: «mi maestra»). Compartían un mundo. Un mundo donde se reconocían como lo hacen dos personas que, sin tener la misma sangre, son parientes muy profundos.

«En esa fotografía», sigue Arroyo Gil, «ella es la de siempre, la muchacha de Valle Abajo, aquella que alguna vez, en su juventud (antes de hacer un primer y único año de Economía para luego estudiar Letras) incursionó en las artes plásticas, en el famoso taller de su madre. Bisnieta de Jesús María de Las Casas, pintor; sobrina de Elisa Elvira Zuloaga, pintora; sobrina de María Luisa de Tovar, ceramista; sobrina de Carmen Helena de Las Casas, diseñadora, etcétera… no era un camino incomprensible para ella. Y aunque después vino la dedicación de lleno a la literatura, en Mafer pervive esa tradición estética donde emparentaba espiritualmente con John Lange, lo mismo que, por ejemplo, con Miguel Arroyo, otro de sus dilectos y con quien Mafer trabajó, en el Departamento de Educación, cuando Miguel era el gran director del Museo de Bellas Artes de Caracas. O con Hans Neumann, en cuyo Instituto de Diseño igualmente se desempeñó como docente. Freddy Castillo Castellanos observó que ella ha hecho de las clases de literatura un género literario. Cuando murió Alfredo Silva Estrada, Mafer me comentó: ‘Alfredo forma parte del país que amo’. Empleó el tiempo presente: forma, no formaba. Estoy seguro de que hoy, si le preguntas, te diría lo mismo sobre John, acaso el diseñador moderno más ‘sensible y fino’ con cuyo bien, presencia y obra, contamos para siempre».

La belleza trae algo oscuro

En 2006, entrevisté a María Fernanda Palacios para la Revista Bigott. «Toda mi formación», me dijo entonces, «es venezolana, caraqueña. Mi cultura y mi mundo son los de la Caracas de los años 50 y 60. Yo nací en Caracas, en octubre del 45, y crecí en Valle Abajo, en lo que hoy se llama Los Rosales, muy cerca de la Universidad Central. Fui al Colegio Santa María, de doña Lola Fuenmayor, un colegio de los pocos mixtos que había en esa época, al que mi madre había asistido de niña. Antes había pasado unos pocos meses en el San José de Tarbes, donde tuve una terrible experiencia… me horrorizó… todavía tengo recuerdos del rechazo que me producía el trato al que nos sometían las monjas. Ya sabes, disciplinas tontas: en una ocasión me castigaron no recuerdo por qué y el castigo consistía en que tenía que permanecer en la capilla hasta las seis de la tarde. Pero como me quedé dormida en uno de los bancos, el castigo se hizo más severo y tuve que hacer no sé cuántas planas en un cuaderno. Cosas así. Además, me caían muy mal las monjas. Afortunadamente, me sacaron de ese colegio y me inscribieron en el de doña Lola Fuenmayor, una maravilla de colegio, en el centro de Caracas, de Velázquez a Santa Rosalía, en una vieja casa de varios patios. Como era la época de Pérez Jiménez, muchos de los profesores eran adecos y comunistas perseguidos a quienes habían despedido de los liceos oficiales y doña Lola había recibido para que dieran clases allí. Fue una gran suerte. Entre los profesores estaba Antonio Lauro, que nos daba música. Después ingresé en la Universidad Central de Venezuela y, después de hacer un año en Economía, me inscribí en la Escuela de Letras, donde me gradué».

En aquella ocasión, dedicamos un buen rato a hablar de la enseñanza de la literatura y de los contextos físicos y mentales en que, desde su perspectiva, debe producirse.

«…la atmósfera enseña, no es uno el que enseña. En el fondo, uno no enseña nada, uno no sabe nada. Lo que enseña es lo que está ocurriendo allí, durante la clase. Obviamente, el docente debe aportar una buena parte de esa energía pero la otra parte, vital, debe venir de los alumnos. Es una entrega. Si no hay una entrega, no se produce eso, la enseñanza y el aprendizaje».

—¿Está usted hablando de una especie de seducción? –le pregunté.

«No», descartó ella. «Seducción no me gusta porque en la seducción hay algo mágico y porque, además, una persona seducida no hace consciencia. Y a mí lo que me interesa es que el estudiante comparta una emoción en el aula y luego se haga consciente de esa emoción. Si no hay consciencia ahí no ha pasado nada. Una consciencia que incluso podría surgir cuando hay rechazo; cuando, por ejemplo, un estudiante abandona el aula porque no soporta la clase. Ese acto de rechazo a una clase que no se tolera es importante para el estudiante y para uno. Ahí hay una reacción que podría propiciar algo de consciencia».

Y luego, como ella comparó las clases con las corridas de toro, porque, según dijo «hay veces que uno trata de dar el pase pero el ganado lo rebasa. No pude con ese toro, se dice uno», nos fuimos por ese campo semántico, digamos, hasta que al final le propuse: —A ver si entiendo: se trata de un goce fatídico, donde la belleza la pone la víctima, el que va a morir.

«No sé si es fatídico», atajó ella, «pero la belleza sin muerte no es belleza. Lo otro es bonito. Pero si algo no te puede matar, no es bello. En todo lo que vale la pena en la vida, está la muerte y si la dejas a un lado, bueno, te quedas en el mundo de Mickey Mouse. Estoy hablando, claro está, de que la belleza trae siempre consigo algo oscuro».

Así terminó aquella entrevista. Para qué más.

María Fernanda Palacios sigue viviendo en Caracas, siempre vinculada a la Escuela de Letras de la UCV, de la que es epítome y cariátide. John Lange murió en esa misma ciudad, el 14 noviembre, 2018, a los 86 años.

 

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